El hombre que susurra a los tomates

Columna de Margarita García-Galán

Viene por aquí de vez en cuan­do, a recordar un tiempo de adolescencia que vivió con intensidad en el paisaje ve­leño. El cántabro, grandullón, simpático y entrañable, re­cuerda con cariño aquel tiem­po de vino y rosas que de­jó una amable huella en su me­moria. Desde su particular paraíso en tierras de San­tander, en el pueblecito que tuve la suerte de conocer, nos manda saludos de tarde en tarde, y algunas fotografías que nos enseñan su entorno, su vida de jubilado feliz en una casa preciosa donde rei­na por derecho, con el be­neplácito de su  cariñosa mu­jer y la complicidad de unos hijos y nietos a los que adora.

Miro unas fotos recientes que manda ella, la que lo mima y lo cuida como oro en paño desde siempre. Adela me las manda para que vea lo hermosas que están sus hortensias. Y le veo a él, a Ti­nín', apoyando su sosiego en un balancín junto a los vis­tosos corimbos de las hor­tensias. Con las manos en los bolsillos, su gorra im­penitente y su semblante de buenazo irredento, posa para nosotros para que admiremos sus flores, para que veamos sus gallinas, que cacarean fe­li­ces junto al apuesto gallo que manda, como él, en el co­rral. Y para que veamos tam­bién sus tomates... ¡Ay, sus tomates! Perfectamente alineadas las tomateras, aso­man hermosos pintando de rojo el verde que trepa voraz por las cañas que los sujetan. Como las hortensias y las gallinas, los tomates posan con él para la posteridad, sabiendo que su frondosa y apetitosa estampa traspasará fronteras. Los tomates son su particular orgullo, y los mues­tra al mundo con especial sa­tisfacción. Miro su sem­blante de abnegado agricultor entre esas cuidadas tomateras y pienso que son  patrimonio inmaterial de su humanidad. Se ve que las cuida con mimo. Tanto, que dice su hija que su padre es “el hombre que susurra a sus tomates”.

¿Qué les dirá? Seguro que les cuenta historias de ayer, de cuando estaba hecho un chaval con sus libros bajo el brazo, y esas gafas de miope magno que eran, junto a su gran humanidad, su signo de identidad. Les hablará de sus años veleños, del terral, de las cañas de azúcar, de los amigos con los que compartió un tiempo feliz que nunca ha olvidado. Les contará, quizá, que en uno de sus viajes a tierras malagueñas, el hijo de uno de sus  amigos le pre­guntó por qué él, que tan eficazmente diseñaba y dir­i­gía desde el ayuntamiento el cuidado y la imagen de los parques y jardines de San­tander, contaminaba el am­biente con el humo de sus cigarros... El cántabro se quedó de piedra con la pre­gunta del niño precoz, que ya apuntaba maneras, y, en ese mismo instante, apagó el cigarrillo y dejó de fumar para siempre. Quizá lo recuerda aún cuando se sienta entre esos macizos de hortensias que lo abrazan con sus flo­ridos brazos, agradecidas al hermoso espacio sin humos donde ellas crecen sin in­ter­ferencias tóxicas y él en­vejece en paz respirando el aire puro de una atmósfera limpia. Tal vez recuerde, tam­bién, que otra vez que volvió a Vélez, el niño precoz fumaba... To­da­vía nos reí­mos al re­­­cordarlo.

El hombre que susurra a los to­mates es un ejemplo a seguir. Ama la vida y sabe vivir. Disfruta de su huerto y su jardín y nos manda bu­cólicas imágenes que hablan por sí solas: Mis hortensias, mis gallinas, mis tomates... Mi entrañable retiro en mi ca­si­ta de pueblo, mi adorada fa­milia, mis recuerdos ve­le­ños, mi sosiego verde, mi co­cido montañés, mis sobaos pasiegos, mi paisaje cán­tabro... Mi paz.

Cuando llegaron las fotos que describo, yo tenía en mi balcón una mísera hortensia que rescaté del olvido de otro balcón, y que lloraba lágrimas de flores secas. En mi empeño por sacarla adelante, envié una foto al dueño de tan espléndidas hortensias, de  tan felices gallinas, de tan vistosos tomates, y le pedí consejo. Mi hortensia crece ahora renovada,  frondosa y verde. La mimo en el sitio adecuado, con el sol preciso, con el riego exacto...

Susurrando a sus flores co­mo él susurra a sus tomates.