El hombre que susurra a los tomates
Viene por aquí de vez en cuando, a recordar un tiempo de adolescencia que vivió con intensidad en el paisaje veleño. El cántabro, grandullón, simpático y entrañable, recuerda con cariño aquel tiempo de vino y rosas que dejó una amable huella en su memoria. Desde su particular paraíso en tierras de Santander, en el pueblecito que tuve la suerte de conocer, nos manda saludos de tarde en tarde, y algunas fotografías que nos enseñan su entorno, su vida de jubilado feliz en una casa preciosa donde reina por derecho, con el beneplácito de su cariñosa mujer y la complicidad de unos hijos y nietos a los que adora.
Miro unas fotos recientes que manda ella, la que lo mima y lo cuida como oro en paño desde siempre. Adela me las manda para que vea lo hermosas que están sus hortensias. Y le veo a él, a Tinín', apoyando su sosiego en un balancín junto a los vistosos corimbos de las hortensias. Con las manos en los bolsillos, su gorra impenitente y su semblante de buenazo irredento, posa para nosotros para que admiremos sus flores, para que veamos sus gallinas, que cacarean felices junto al apuesto gallo que manda, como él, en el corral. Y para que veamos también sus tomates... ¡Ay, sus tomates! Perfectamente alineadas las tomateras, asoman hermosos pintando de rojo el verde que trepa voraz por las cañas que los sujetan. Como las hortensias y las gallinas, los tomates posan con él para la posteridad, sabiendo que su frondosa y apetitosa estampa traspasará fronteras. Los tomates son su particular orgullo, y los muestra al mundo con especial satisfacción. Miro su semblante de abnegado agricultor entre esas cuidadas tomateras y pienso que son patrimonio inmaterial de su humanidad. Se ve que las cuida con mimo. Tanto, que dice su hija que su padre es “el hombre que susurra a sus tomates”.
¿Qué les dirá? Seguro que les cuenta historias de ayer, de cuando estaba hecho un chaval con sus libros bajo el brazo, y esas gafas de miope magno que eran, junto a su gran humanidad, su signo de identidad. Les hablará de sus años veleños, del terral, de las cañas de azúcar, de los amigos con los que compartió un tiempo feliz que nunca ha olvidado. Les contará, quizá, que en uno de sus viajes a tierras malagueñas, el hijo de uno de sus amigos le preguntó por qué él, que tan eficazmente diseñaba y dirigía desde el ayuntamiento el cuidado y la imagen de los parques y jardines de Santander, contaminaba el ambiente con el humo de sus cigarros... El cántabro se quedó de piedra con la pregunta del niño precoz, que ya apuntaba maneras, y, en ese mismo instante, apagó el cigarrillo y dejó de fumar para siempre. Quizá lo recuerda aún cuando se sienta entre esos macizos de hortensias que lo abrazan con sus floridos brazos, agradecidas al hermoso espacio sin humos donde ellas crecen sin interferencias tóxicas y él envejece en paz respirando el aire puro de una atmósfera limpia. Tal vez recuerde, también, que otra vez que volvió a Vélez, el niño precoz fumaba... Todavía nos reímos al recordarlo.
El hombre que susurra a los tomates es un ejemplo a seguir. Ama la vida y sabe vivir. Disfruta de su huerto y su jardín y nos manda bucólicas imágenes que hablan por sí solas: Mis hortensias, mis gallinas, mis tomates... Mi entrañable retiro en mi casita de pueblo, mi adorada familia, mis recuerdos veleños, mi sosiego verde, mi cocido montañés, mis sobaos pasiegos, mi paisaje cántabro... Mi paz.
Cuando llegaron las fotos que describo, yo tenía en mi balcón una mísera hortensia que rescaté del olvido de otro balcón, y que lloraba lágrimas de flores secas. En mi empeño por sacarla adelante, envié una foto al dueño de tan espléndidas hortensias, de tan felices gallinas, de tan vistosos tomates, y le pedí consejo. Mi hortensia crece ahora renovada, frondosa y verde. La mimo en el sitio adecuado, con el sol preciso, con el riego exacto...
Susurrando a sus flores como él susurra a sus tomates.