La plaza sin sombra
Durante algún tiempo frecuenté su encanto, la placidez de un lugar emblemático de la ciudad luminosa que vio crecer mis trenzas en esos primeros años donde todo está por llegar, donde el vértigo te envuelve, donde soñar es lo importante, lo primero. Lo único.
La Plaza de Santo Domingo de Murcia cobijaba la vida y los sueños de vecinos y paseantes alrededor de un símbolo frondoso y verde que extendía al aire sus ramas poderosas, como brazos amorosos que abrazaban la vida de alrededor. El ficus centenario presidía la plaza, regalando a los ojos su belleza antigua y su sombra ancha. Es el árbol de la vida -me dijeron cuando lo vi por primera vez-. Me recuerdo en aquel tiempo paseando la plaza con mi faldita de tablas y un sombrerito que no me gustaba mucho, pero era parte innegociable de aquel uniforme escolar. El árbol de la vida se alzaba orgulloso en el centro de la plaza, y a su sombra -paréntesis reparador en una atmósfera calurosa-, la gente deambulaba distraída, entretenida en relajantes charlas de paseo, acostumbrada a la grandiosa presencia de aquel árbol amigo. Lleno de hojas, de pájaros y de historia, el viejo árbol vigilaba, oxigenaba y acompañaba la vida de la ciudad.
Veo ahora las fotos de entonces, los rostros sonrientes de esas amigas primeras que formaban parte del paisaje murciano, como el árbol que me traje en el recuerdo cuando me vine de allí. Las estampas a la sombra del ficus se fueron multiplicando en años sucesivos, cuando volvía a la ciudad buscando el cobijo de afectos perdidos. Fotos con amigos, con novios, con maridos, con hijos... “¿Este es el árbol ‘de toda la vida’, mamá?”. El niño preguntaba mirando asombrado el majestuoso ficus, que ya era viejo, pero aún no se quejaba. Fue muchos años después cuando empezó a dar señales de su declive; cayó una de sus ramas, y el árbol de la vida acabó con la vida de alguien que pasaba por allí. Y ahora, en un caluroso día de junio, el árbol centenario ha vuelto a quejarse; sus lamentos se oyeron, crujieron sus ramas frondosas y, al fin, cayeron rendidas. La plaza, sin sombra, ofrecía la desoladora imagen de un icono vencido, y el silencioso llanto de unas ramas que ya nunca cobijarán los sueños de nadie.
Los árboles son seres vivos, que se duelen, como nosotros, de un entorno cada vez más hostil, ruidoso y asfixiante. El cambio climático tiene mucho que ver en ello. El mundo se calienta sin remedio; los árboles se caen, los polos se derriten, los campos se agrietan... Cada vez hay más humos y menos flores. Nos estamos quedando sin el manto protector que nos envuelve. Los osos polares navegan a la deriva en el hielo que se derrite; aumentan las tormentas, las sequías, los huracanes, los incendios... El planeta azul está herido, gravemente herido. La vida moderna tiene tantas comodidades como conciencias insensibles a la preocupante realidad del clima. El insensato ciudadano del pelo amarillo, que rige los destinos del mundo, ha roto un acuerdo entre países que es la única esperanza de concordia y de futuro para nuestro mundo. Parece que a él le importa poco que los árboles se caigan, que desaparezcan los osos, las tortugas bobas o las amapolas; que la vida se convierta en una herencia irrespirable para generaciones futuras. Tomar conciencia de algo tan serio le debe parecer aburrido; tonterías de “progres” desocupados. Es mucho más divertido jugar a buenos y malos, preparar y ganar pavorosas guerras que arrasan países, pero elevan el ego -y las divisas- hasta el infinito, y dan mucho prestigio. Absolutamente descorazonador.
El ficus de Murcia ha sido podado hasta quedar desnudo; ha perdido sus ramas llenas de historia y de recuerdos de niñas de uniforme que soñaban a su sombra. Pero volverá a crecer, su savia antigua fluirá con fuerza en su tronco viejo y brotará, de nuevo, el tupido encaje de sus hojas verdes. El árbol de la vida volverá a vivir y la plaza recuperará su centenaria penumbra. Volverá la sombra a la plaza sin sombra.