Las cosas que amé
Hace poco leí un libro donde el protagonista, sabiendo próxima su muerte, se iba desprendiendo poco a poco de las cosas que amaba, especialmente sus libros.
Cada día paseaba con su perro por un jardín de su barrio y dejaba en cualquier banco o lugar visible uno de esos libros tan queridos que acompañaron su soledad durante mucho tiempo; obras importantes, cada una con su historia detrás, que vivieron con él su infancia, su adolescencia, su madurez, y después su hastío y su desencanto. En ellos se refugiaba cuando se sentía mal, cuando era feliz, cuando estaba triste o ilusionado; cuando buscaba respuestas que no encontraba a su alrededor. Los libros eran sus amigos fieles, sus confidentes, sus cómplices... Una presencia silenciosa con la que compartir el tiempo. Un hombro de papel donde apoyarse. Y empezó a desprenderse de ellos porque no quería tener arraigos, lazos que lo ataran a la vida cuando ya se acercaba la hora del adiós.
Pensé, mientras leía, que a mí me costaría trabajo tomar una decisión así. No me imagino dejando en una calle o en un banco de un jardín mis adoradas Rimas de Bécquer, sería como dejar abandonado un tiempo de adolescencia intenso, apasionante, donde aprendí, a golpe de verso, qué es poesía. Que los suspiros son aire y van al aire; que las lágrimas son agua y van al mar. Que volverán a los balcones las oscuras golondrinas, y las tupidas madreselvas a las tapias del jardín. No me imagino dejar en un rincón, a la intemperie, mis viejos, amarillentos y releídos tomos de Las mil y una noches, historias contadas, noche a noche, por Sherezade, la hija del visir; infidelidad, venganza, perdón..., temas apasionantes que me mantenían furtivamente despierta y enriquecían mi imaginación de niña curiosa y soñadora, sintiendo el placer añadido de saber que estaba leyendo a escondidas “libros para mayores”.
Cómo desprenderme de Madame Bovary, una historia trágica que me encantó leer cuando aún no sabía de amores y la literatura romántica me acercaba al vértigo de la pasión y me hacía soñar con amores imposibles. Cómo dejar en la calle, solo, al entrañable Principito que me enseñó a paliar la tristeza mirando las puestas de sol, y que lo esencial es invisible a los ojos. No me imagino desprendiéndome de ese otro libro maravilloso que me impactó y me aficionó realmente a leer: Cien años de soledad me paseó por Macondo entre turpiales y petirrojos y me regaló para siempre la mágica belleza de una lluvia de flores amarillas. Imposible alejarme de esa narrativa envolvente que sorprende con una prosa única que atrapa para siempre al lector; cómo dejar a Úrsula con el peso de su luto eterno y tantos años de soledad abandonada a su suerte en el banco de un jardín cualquiera.
Los libros forman parte de esas cosas hermosas que siempre amé, que me siguen acompañando, ensanchando mi espíritu, adornando mi espacio y distrayendo mi tiempo. Alegrándome la vida. Mis libros, mis muebles, mis cuadros, mis espejos, mis flores, mis fotografías... , un tesoro íntimo que fui descubriendo, almacenando, colocando con mimo a mi alrededor a lo largo y ancho de mi vida. Cosas que veo a diario, que me hablan en silencio y me recuerdan lo que fui y lo que soy, y que el tiempo va pasando inexorablemente por ellas y por mí. Me suelo aferrar a las cosas que amo, a esos recuerdos que me miran a diario, que guardan tanta vida, tanto amor. Tantos suspiros. Dicen que el apego a las cosas se genera porque nos dan placer, nos hacen sentir seguros y dan sentido a la vida. “Las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima”, decía uno de los gitanos de Macondo, un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión llamado Melquíades.
Los libros guardan mucha vida entre sus páginas y un alma de papel que se despierta cada vez que los leemos. Cada vez que los abrazamos.
Cómo no sentir apego por ellos.
Cómo no amarlos para siempre.