Lo sublime
Columna de Margarita García-Galán
Hablo con ella de vez en cuando, sin motivo aparente, sin razón especial, solo porque su voz amiga, que suena a mi alrededor desde hace mucho tiempo, tiene el timbre exacto de la música que amo sobre todas la cosas. Su voz es uno de los sonidos excelsos, irrenunciables, que forman parte de mi acontecer diario. Cercana, serena y cálida, su voz me llega con nitidez desde cualquier distancia.
Hablábamos anoche de ese orden de prioridades que marca nuestra vida y que, inevitablemente, va cambiando con el tiempo. Ayer nos importaba la melena, la cintura estrecha, el chico que nos miraba al pasar, el verano, las vacaciones... Hoy, tanto tiempo después, nos importa solo lo esencial; el orden de prioridades se ha vuelto tan selectivo que solo cuenta aquello que es invisible a los ojos. Mientras la oía, la imaginaba en su rincón de la huerta, una casa familiar entre naranjos, catedral de afectos que fueron, son y seguirán siendo los cimientos de una armonía que, aun cambiando de estética, sigue teniendo la esencia, el latido antiguo que sigue marcando las horas de una familia especial. Allí, lo esencial son los afectos, los amigos, la familia, los nietos de ella y los de su hermano, que son realmente los nietos de todos. Lo esencial se mueve alrededor de una mesa grande, generosa en viandas, donde las voces de siempre hacen causa común con las risas de los niños, con el airoso ladrido de Viento, con el sabor de la amistad compartida, como las habas, las migas ruleras y los paparajotes en hojas de limón. “Ya no me importan las mismas cosas. Ahora solo me importa ‘lo sublime’. Es lo que me hace feliz”.
Lo sublime. Aquello extraordinariamente bello que produce una gran emoción. Lo entiendo perfectamente, comparto su sentir. Extraordinariamente bello es un momento de paz en la mecedora de la abuela, que sigue balanceando recuerdos. Extraordinariamente bello es acunar a esos nietos de todos que son la cantera de una estirpe con alma. Extraordinariamente bello es mirarse en el espejo del armario antiguo y reconocerse, a pesar de la melena gris y de la cintura ancha. Extraordinariamente bello es un instante a solas con un amor de siempre, o el libro abierto que te hace pensar, o el silencio de estrellas que te llena de paz. Realmente, lo sublime es cualquier cosa que te llega al alma, que te emociona, que te estremece. Que te hace sentir que la vida es hermosa. Todavía.
Sublime, sencillamente sublime, es también esa conversación larga, cálida, desinhibida, que va desgranando a corazón abierto lo cotidiano de aquí y de allá, hablando sin prisa de lo importante o lo intrascendente. De lo que nos hace reír o llorar. De cómo vivimos y de cómo nos gustaría seguir viviendo. Ella tiene una voz alegre que fluye como un torrente que nos arrastra y nos convence, y tiene una maravillosa sonrisa que, aunque ella no lo crea, no ha perdido ni un ápice de su primavera. A través del teléfono la veo reír. La risa de mi amiga es una lección de coherencia, una inyección de optimismo, una invitación a vivir. Y su talante abierto, generoso y fuerte, un referente en mi vida.
La llamada de ayer ha cambiado, de alguna manera, mi orden de prioridades. Pensaba escribir esta columna con pinceladas de actualidad, pero después de lo sublime no me apetece nada bajar al barro de las intrigas diarias, al fuego cruzado de la hoguera de las vanidades, al “y tú más” de lo de siempre. Me quedo con la entrañable y reconfortante charla con mi amiga, que es una lección de vida, una reflexión serena que me pone los pies en el suelo. Y en el alma unas alas etéreas que me elevan a lo bello. A lo extraordinariamente bello. A lo sencillamente sublime.
Cambiar, envejecer, dejar que el tiempo se lleve las hojas muertas de lo superfluo y aferrarse a lo esencial. Un amor, una amistad, un rincón verde para compartir...
O la música de esa voz en la distancia que es un espejo donde mirarse.