Los sonidos del silencio
El reloj marcaba las doce en punto. En el concurrido centro comercial, la gente llenaba sus carros de verduras, frutas, cervezas, helados, “pescado fresco de la caleta”... Entonces, se oyó una voz: “Señores clientes, vamos a guardar un minuto de silencio por las víctimas del atentado de Barcelona”. El bullicio de voces diversas se calló de repente; las cajeras, los dependientes, los trabajadores del establecimiento abandonaron sus puestos y se fueron colocando junto a la puerta de entrada en una actitud seria y respetuosa. Los clientes se pararon también, con las frutas que estaban pesando, con el pescado, con las empanadas, con los bollos de pan... Yo me quedé quieta, con mi melón ‘piel de sapo’ en las manos y el desconcierto latente, que venía conmigo a la compra después de ver el horror que ofrecía la televisión con todo lujo de detalles. A todo color, la más negra estampa de la intolerancia. Otra vez el dolor inútil. Otra vez la inmisericorde violencia de los que siguen un credo imposible que no atiende a razones: o eres como ellos, o eres un ‘infiel’, un objetivo a abatir sin contemplaciones. Sencillamente horroroso.
El minuto de silencio pesaba como una losa; no se oía nada, salvo la risa de un niño que jugaba junto a su madre ajeno aún a la crueldad del mundo. Quiero un helado, mamá, decía mirando a su madre, que guardaba, como todos, un respetuoso silencio. Pensé que el niño tenía mucha suerte; esos otros que paseaban su inocencia entre los puestos de flores de una calle hermosa, ya nunca volverían a comer helados. El sonido de aquel silencio era una música triste, sonaba a oración, a despedida... A réquiem por un sueño de paz. Pensé también en mi suerte: estaba allí, en un supermercado, preparando ilusionada un viaje hacia otros paisajes donde los sonidos del silencio tienen música de agua clara; de vientos que mueven las agujas de los pinos, las hojas de los castaños, los juncos donde las libélulas posan su hermosa levedad haciendo un alto en su frenética danza de amor. Imaginando tan apetecible silencio, me sentí culpable. Culpable de estar contenta. Culpable de estar viva. Pronto cerraría los ojos, inmersa en una poza donde el agua reposa su discurrir alegre entre piedras con mucha historia; pronto pasearía por un puente romano que me habla en silencio de la gente que amé. Mientras, otros estarían llorando su desconsuelo. A unos les quitan la vida, y a otros -los que les lloran- las ganas de vivir.
El minuto de silencio se me hizo eterno pensando en ello, imaginando el tranquilo pasear de unas personas por unas Ramblas llenas de gente hablando distintos idiomas, pero compartiendo la paz de una tarde que acabó con el zarpazo del terror. Solo porque unos jóvenes, apenas unos niños, a los que han prometido el cielo, deciden llevarse por delante a niños, padres, ancianos, jóvenes enamorados..., personas culpables solo del delito de ser felices. Luego vienen las velas, las flores, los peluches, el llanto compartido..., y ese grito unánime que rompe el silencio del luto: “No tinc por, no tinc por...”. Yo sí tengo miedo. Mucho miedo. Miedo a ese lúgubre sonido que te para el pulso de repente. Que te deja sin la risa de los niños, sin el calor de los amigos, sin el abrazo de un amor. Miedo, miedo a que doblen las campanas cuando aún no toca. Miedo a preguntar por quién doblan.
Después del luto, por encima de la rabia y el dolor, el pulso de la vida sigue. Seguirán las mañanas de sol y las noches de luna iluminando a los de abajo. Seguiremos dudando de las bondades de ese cielo ignoto que no nos protege, y en el que creo cada vez menos. Mi cielo, el cielo tangible, sigue estando aquí. En el río aquel que nos devuelve momentos felices; en el supermercado donde compramos comidas para compartir.
Los sonidos del silencio, tan intensos, tan dispares, me empujan a escribir lo que siento ahora, cuando acabo de volver de pasear por senderos verdes, y de nadar en aguas frías que te dejan sin aliento, pero calman la nostalgia.
Pensar en ello reafirma mi credo: creo en la vida. Nada más y nada menos.