‘Margot’

Fue en el callejón de San Agustín donde la oí por primera vez. Después de ver pasar el Cristo de la Agonía entre inciensos y la música de cornetas y tambores que le acompaña siempre por la estrecha calle, una música excelsa, suave, elegante y solemne llegaba meciendo a la Virgen de las Penas, que venía detrás luciendo su original manto de flores nuevas. 

La primavera pasaba a su paso prendida en ese espléndido manto, distinto cada año, que siempre sorprende. Los varales se movían a un ritmo lento, las bambalinas bailaban aireando el incienso que nublaba la calle y centelleaban  las llamitas de las velas al compás de aquella música, desconocida para mí, que era mucho más que una marcha procesional. El callejón enmudecía a su paso. La música sonaba majestuosamente despacio mientras mis ojos seguían la suave mecida del trono, que se perdía en la calle dejando en el aire su impecable estética entre inciensos y aromas de primavera. Recuerdo que me impresionó esa marcha nueva, tan distinta a otras, y busqué su nombre en una de las partituras de los músicos, y entonces vi que se llamaba Margot.

Supe después, que tan hermosa marcha era una adaptación de la ópera de Joaquín Turina del mismo nombre, que se estrenó en 1914 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid. Margot era una cortesana de París que se enamoró perdidamente de un sevillano que fue a pasar unos días a la ciudad del Sena. Una historia de amor entre Sevilla y París con un argumento que no gustó demasiado cuando se estrenó, pero, en cambio, la crítica alabó la excelente música de Turina. La marcha procesional se inspiró en un momento de la ópera cuando Margot, “rosa de Francia”, va a Sevilla un Jueves Santo a buscar al sevillano, y se lo encuentra en medio de una procesión con su novia de siempre, Amparo, que cantaba una saeta. He buscado la ópera para oír, especialmente, ese momento de la madrugá en la voz de una soprano. Ma­ra­vi­lloso el canto, el aria que me transporta por igual a la his­toria de un triangulo amoroso, o al silencio abs­o­lu­to de una sentida pro­­­cesión. Margot, la his­toria de amor que soñó Tu­rina, inspiró, un siglo des­pués, una de las mar­chas más importantes y más oídas en la Semana Santa sevillana. Antonio Domínguez  hizo la adaptación bellísima que acompaña a muchas vírgenes bajo palio. En Sevilla, cada año, cuando la Virgen de la Merced pasa por la casa donde vivió Turina, Margot suena siempre en su recuerdo.

La he oído muchas veces desde aquel día en San Agustín y siempre me parece bellísima. Las marchas procesionales me gustan, son hermosas porque mecen emociones. La tradición, el arte, la fe... se unen al compás de una música configurando momentos únicos: una calle estrecha, una talla antigua, las velas, las flores, el incienso, la luna abrileña... La música lo envuelve todo y nos regala estampas de un estética inolvidable. Ahora, que ya acabó la Semana Santa, recuerdo la impresionante Mater Mea que acompañaba al Cristo de la Expiración, o la malagueña de Perfecto Artola alegrando el paso cansino del es­pec­tacular trono de la Virgen de la Paloma.

Y recuerdo, con un regusto especial, la elegancia sublime de una marcha que se inspiró en un drama lírico, en un encuentro de amor en la noche del Jueves Santo. Margot buscaba en Sevilla el recuerdo de un amor perdido y lo encontró con otro amor, su amor de siempre, que rezaba cantando a la Virgen Macarena: “Por la calle de la amargura, qué triste y qué sola vas. Déjame que te acompañe, déjame que te acompañe, que yo también sé llorar”. Los sones de esta marcha se hicieron eternos entre inciensos, saetas y suspiros de amor. Margot vivirá para siempre entre el amor y el desamor; entre el fervor y el silencio de una procesión. Margot se hizo eterna en la paz antigua de una partitura.

En la música bellísima que un día soñó Turina.