María
El Palacio de Beniel era un hervidero de gente que me acompañaba en aquella tarde de junio cuando presentaba mi primer libro. Desde la mesa que presidía el acto, con el libro adornando una esquina y María Zambrano cubriéndome la espalda desde su pedestal, yo miraba, hecha un flan, las caras sonrientes que esperaban el comienzo del acto. Mi familia, mis amigos de siempre, de Málaga, de Vélez, de Murcia..., estaban allí, llenando con su presencia, entre el ruidoso revoloteo de los vencejos, el hermoso atardecer de junio. Y entonces la vi. Estaba sentada, con los brazos cruzados, con su pelo corto, su vestido estampado y su bolso negro, y unos ojos limpios, cálidos, que me miraban desde la primera fila con curiosidad. Fue la primera vez que la vi. Después de la presentación del libro, a la hora de las firmas y los saludos, su hija Inma me la presentó. Ella sonreía, entre tímida y contenta, y me dio dos sonoros besos que me supieron a gloria. Le dije que me encantaba conocerla, que yo sentía un gran afecto por su familia, y entonces se echó a llorar. Recuerdo que la abracé y le pregunté: “¿pero por qué llora?”. “Es que me emociono”, me dijo, mirándome con sus hermosos ojos llenos de lágrimas.
Después de aquel inolvidable día, siempre que nos veíamos pasaba lo mismo, me daba unos cálidos besos y me decía: “¡Ay, Margarita!” . Y volvía a llorar. María era una de esas personas, entrañablemente sencillas, que se te hacen cercanas desde el primer momento, y por las que sientes empatía al primer golpe de vista. A lo largo de estos diez años la he visto pocas veces, pero he sabido siempre de su vida. Supe que sus ojos lloraban, con el llanto más triste, a esa hija maravillosa y luchadora que se le fue a destiempo; seguramente fue el zarpazo más duro y del que nunca se recuperó. Supe que su marido enfermó olvidándose de todo, menos de sonreír a su familia, hasta que les dejó. Pero ella, María, seguía ahí, mermada, dolorida, pero aún activa, haciendo deberes “para eso de la memoria”, y mirando de frente a la vida con esa valentía admirable que tienen las personas sencillas.
La última vez que la vi estaba con su familia cenando en un merendero de la playa. Yo paseaba, como cada día, y salió a saludarme. Y otra vez me miró con esa mirada suya tan llena de sentimiento, me dio dos sonoros besos y me dijo: “¡Ay, Margarita!”. Y volvió a llorar. (Ahora tenía muchos motivos). “Qué llorona es usted, María”, le dije para animarla, y ella se reía conmigo y lloraba al mismo tiempo. Era una mujer admirable, tierna, cariñosa, luchadora, cercana...
Hoy, cuando un maldito virus nos tiene el alma encogida; cuando miramos desde la ventana el sobrecogedor vacío de las calles y sentimos la angustia de no saber cuánto va a durar esta pesadilla, María, la señora sencilla y cariñosa a la que otro infame 'virus' le robó también sus recuerdos, se ha ido. Ajena a la pandemia, ignorante de todo lo que está pasando a nuestro alrededor; alguna ventaja tenía que tener esa enfermedad cruel que se alimenta de nuestra memoria. María se ha ido, en paz, rodeada de afecto, ajena a aislamientos, mascarillas y respiradores, y a la enorme angustia que brota en el aire como brotan, a pesar de todo, las policromadas flores de esta rara primavera que llegó sin darnos cuenta.
Me dice su hija Inma, digna heredera de su sonrisa y de sus ojos bellos, que, curiosamente, cuando su madre, que ya era ajena a cualquier realidad, veía una foto mía de aquel día del libro, se sonreía y decía: “Margarita”. Me lo ha dicho ahora, cuando ella ya no está, y esta vez la que ha llorado he sido yo.
Que descanse en paz María donde quiera que esté. En algún lugar de Cútar, o en cielo veleño, o en la cima de una montaña cercana que le gustaba mucho a esa hija que se le fue tan temprano rompiéndole el corazón en mil pedazos.
Fue un placer conocerla, entrañable señora de los ojos bellos. Echaré de menos su sonrisa cálida, sus sonoros besos y ese llanto limpio que me emocionaba.