Mujeres
La recuerdo alisando con las manos su pelo gris, que llevaba recogido en un moño, como casi todas las mujeres de entonces. Su rostro, arrugado por los muchos soles del campo, es uno de los recuerdos más lejanos que guarda mi memoria. Se llamaba Felisa, le faltaba algún diente y vestía de negro, y a veces se cubría la cabeza con un pañuelo oscuro que anudaba en el cuello. La recuerdo sentada en nuestra cocina charlando con mi madre de su día a día, de esas cosas sencillas de pueblo que eran su mundo: “La hija del panadero se ha ido a servir a Madrid...”. “El hijo del médico tiene una novia señoritinga con el pelo a lo garçón...”. Y entre chascarrillo y chascarrillo, saboreaba despacio el humeante y oloroso café de puchero que hacía mi madre, como si estuviera bebiéndose, sorbo a sorbo, el mismo cielo. Después se iba, con su delantal, sus alpargatas y su canasto de mimbre lleno de ropa, al río, donde entonces muchas mujeres como ella lavaban su ropa y las ropas de otros. Se ganaban la vida así, trabajando en las casas o lavando en el río al sol de las mañanas entre aromas de menta y espliego. Y al atardecer volvían, con la ropa limpia, seca y bien doblada, a seguir trabajando en sus casas, cocinando, planchando, cuidando a las gallinas de su corral y criando a sus hijos, que habían venido al mundo por costumbre y casi sin querer, porque así era entonces la planificación familiar: “Los hijos que Dios quiera y a su casa vienen”. Aunque luego tuvieran que partirse la espalda para que pudieran comer todos los días.
Felisa no sabía leer, recuerdo que llevaba a mi madre las cartas que le escribía su hijo desde Francia, para que ella se las leyera en uno de esos ratos de charla en la cocina alrededor de un café. Aunque yo era muy pequeña, me fijaba en las mujeres de mi alrededor, y creo que ya entonces veía las diferencias entre unas y otras; entre las que lavaban la ropa en el río, y las que podían pagar para que otras lo hicieran por ellas. Curiosamente, no recuerdo que se quejaran de sus vidas sencillas, llenas de carencias materiales y espirituales, pero tan asumidas. Las mujeres de aquella época, unas acomodadas, otras carentes de casi todo, tenían algo en común: vivían a la sombra del varón. Ellas disponían en casa, pero en las cosas ‘importantes’ decidían ellos. Felisa, sin mucha capacidad de análisis, lo decía bien clarito: “El Eusebio es el que manda, yo ahí no pinto na”. Su frase lapidaria lo decía todo.
Aquella mujer sencilla se maravillaría hoy viendo a las mujeres viviendo en libertad, a la vanguardia de casi todo, en una sociedad moderna que las iguala en derechos a los hombres. Las descendientes de las Felisas de entonces ya pueden decidir por ellas mismas, ser independientes, ocupar puestos de responsabilidad que antes eran inalcanzables. La vida ha cambiado mucho para ellas, y aunque siguen quedando rincones por airear con un rancio tufillo machista, es evidente que no se parecen en nada a aquellas mujeres que recuerdo. Por eso, cuando se celebra un año más el Día Internacional de la Mujer, pienso en ellas, que vivieron unas vidas grises en una sociedad de hombres que las hacía prácticamente invisibles. Está bien recordar cada año su lucha, sus logros hasta llegar hasta aquí.
Está bien rendir homenaje a las que se fueron pasándolo mal, y a las que siguen, de alguna manera, sufriendo todavía. Mujeres que siguen peleando contra la injusticia y esas voces discordantes que las estigmatizan. Y soportando el azote inmisericorde de esa violencia de género que continúa segando sus vidas casi a diario.
Mujeres valientes de ayer y de hoy. Mujeres sencillas que nunca alzaron la voz; mujeres pioneras que rom- pieron barreras con su lucha feminista. Mujeres diversas a las que la intolerancia ha tapado la cara con pintura negra intentando ningunearlas.
Pero ninguna pintura, ninguna sombra, por espesa y lúgubre que sea, podrá borrar sus logros, la herencia hermosa de unas vidas ejemplares que seguirán despertando conciencias. La esencia de unas mujeres admirables que ya nunca serán invisibles.