Por el camino abierto
“A pie y alegre, salgo al camino abierto, con salud, li- bertad y el mundo por delante, y una larga senda par- da ante mí, que me conducirá a donde quiera”.
Recordando a Walt Whitman, recorro un camino de otoño que me lleva, entre penumbras de frondosos castaños, a un lugar en el tiempo. La senda verde, salpicada de tonalidades ocres, se abre ante mí con los colores distintos de esas hojas amarillentas que palpitan en las ramas de los árboles, hasta que caen al suelo empujadas por una brisa húmeda que presiente la lluvia, y que airea los aromas que conozco bien. Camino despacio, pensando en lo gratificante que es recorrer esa senda llena de recuerdos alegres, a pesar de las pinceladas de melancolía que envuelven la mañana de noviembre que me acompaña.
A mi lado pasan algunas personas que conozco, caminantes habituales con los que suelo charlar de cosas intrascendentes. “Parece que esta noche se mojarán las castañas”. El caminante me re- cuerda una costumbre popular, la calbotá, que llena de gente una plaza alrededor de unas lumbres donde se asan las castañas que se repartirán después entre limonadas y jotas típicas de las rondallas. Es una fiesta que recuerdo y que revivo mientras avanzo sin prisa por la larga senda que me lleva a donde quiero. Al pasado, que envejece conmigo sin remedio. Al pre- sente, que disfruto con la intensidad del que ama pro- fundamente la vida. Al futuro, que imagino en este camino de siempre, que seguirá cobijando árboles, pájaros, co- lores, aromas... Cobijando vidas. Otras vidas, que seguirán paseando sin mí entre sus acogedoras penumbras, pensando, quizá, lo que pienso yo ahora. Ajenas al tiempo, a la levedad de la vida.
Por el camino abierto sigo andando, a solas con mis pensamientos, y llego hasta la piedra grande que adorna una cruz. Dicen que allí apoyó su cansancio un santo, y las huellas de sus dedos quedaron plasmadas para siempre. Pongo mis manos en ellas, siguiendo el ritual que aprendí de pequeña, cuando, de la mano de mi padre y con mi vestido nuevo, recorríamos “el camino verde que va a la ermita”. Cada año igual: la misma fe de mis mayores, el mismo desconcierto de mis pocos años, que crecía conmigo como crecían mis trenzas. La paz de aquel sendero me embarga todavía, tanto tiempo después, y sin saber realmente por qué, repito el ceremonial cada año. Camino entre los árboles, llego al Santuario y me siento ante esas otras cruces de piedra cargadas de historia y de recuerdos. Me distrae la ardilla que sube y baja, nerviosa, por el robusto tronco de un árbol buscando nueces. Me mira, se para un instante y se deja fotografiar; parece que quiere inmortalizarse, salir en al foto que miraré muchas veces cuando esté lejos de aquel relajante silencio.
“La tierra se expande a derecha e izquierda…, cada rincón con sus mejores luces, la música que suena donde se desea...”. El poeta canta al camino abierto. Al camino suyo, al camino mío, a cualquier camino. A través de él llegamos a lugares recónditos que nos vieron vivir; a ignotos rincones que nos descubren bellezas nuevas.
El camino dibuja paisajes que recordamos, que frecuentamos o que añoramos; al margen de a dónde nos lleve, lo hermoso del camino es caminar. Caminar en otoño por senderos alfombrados de hojas muertas me invita a pensar.
Al final de la senda me espera otra vez el silencio sacro. Subo los escalones de piedra y abro la puerta de madera de rancio sabor a historia; tras ella, más silencio, velas alumbrando y devotos rezando. El santo preside entre flores un momento de paz. La fe de mis mayores sigue dentro, alumbrando mi memoria entre las velas del altar.
Y salgo con mi desconcierto a buscar de nuevo la luz de la mañana, inestable y un poco gris. Por el camino abierto vuelvo a casa, sintiendo el pálpito de las vidas que van y vienen.
La ardilla sigue correteando por el tronco del árbol hermoso que extiende sus ramas acaparando la sombra, dejando que se filtren las es- padas de luz del tibio sol de noviembre.