Un santo para dos pueblos

Quizá sea uno de los re­cuerdos más antiguos que conservo, que solía in­mor­talizar el fotógrafo de esos momentos festivos.

Con mi vestido nuevo y la rebequita en el brazo, de la mano de mi padre, que sonríe a la cámara, y al lado de mi her­mano con cara de circunstancias, iba, como tantas otras veces, “a San Pedro”. Por un caminito verde entre árboles y pe­num­bras, lleno de silencios y de paz, caminábamos despacio mien­tras oía contar historias del santo, venerado patrón del pueblo, al que íbamos a visitar y a rezar en su hermoso san­tuario. Mi padre me hablaba de fe y de milagros sor­­­­­prendentes atribuidos a San Pedro de Alcántara, aquel joven de familia noble que abandonó sus estudios de leyes para hacerse fraile; que reformó la orden franciscana y fue amigo y confesor de Santa Teresa. A mis cinco años yo no entendía casi nada de lo que oía contar del santo que miraba hacia el cielo en su capilla, que tenía en las manos una pluma y un libro y en el hombro una paloma, pero recuerdo lo mucho que me gustaba el caminito verde, lleno de recuerdos familiares, que me llevaba hasta él. Mis abuelos, mis padres, mis tíos..., todos dejaron su huella en aquel camino. Para ellos, una senda de fe; para mí, que empezaba a amar la vida recorriendo rincones entrañables de paisajes bellos, era sólo un camino festivo que aprendí a querer. Mis párvulos ojos se extasiaban con su bucólico entorno y no hacía falta entender nada más: lo que veía me hacía feliz. Arenas de San Pedro fue, y sigue siendo para mí, la cajita de música que guarda inolvidables melodías de infancia; cada vez que la abro, la música suena, y la niña que iba a San Pedro vuelve a caminar de la mano protectora de aquel que le contaba que el santo clavó su báculo en la tierra yerma y de él brotó una higuera. Historias imposibles que ella no entendía, pero se iban quedando para siempre prendidas en su memoria. Como los aromas y los colores de la veredita verde que la llevaba al santuario.

Con distintos ojos, con distinto talante, con las nieves del tiempo plateando mi sien, vuelvo a revivir todo aque­llo: la procesión, la novena, los rezos, la gente, el repicar de las campanas... La tra­di­ción de un pueblo alrededor del santo que le dio su nombre y que es su patrón desde 1622. Un fraile aus­tero y solitario, de férreas disciplinas, que caminaba descalzo y murió rezando un salmo del Miserere. Arenas de San Pedro celebra estos días el IV Centenario de su Beatificación y Patronazgo, y dentro de estos actos, ha tenido lugar un hermanamiento con el pueblo de Marbella, San Pedro Alcántara, con quien comparte patrón e historia de su vida y obra. Desde la distancia, he seguido el acto solemne. En el patio de armas de su majestuoso castillo medieval, en un pleno extraordinario se sellaba el hermanamiento de estos dos pueblos unidos en la devoción a San Pedro de Alcántara. Entre música, jotas y procesiones, un sentimiento común: un santo para dos pueblos.

Qué hermosa crónica hubiera hecho de ello la inolvidable Josefina Carabias, periodista de raza que igual entrevistaba a Victoria Kent que a la campanera de su pueblo. Ella, que escribía “lo que veían sus sorprendidos ojos de moza de Arenas de San Pedro”, se habría extasiado, como yo ahora, con la estética de una insólita procesión pasando por el romántico puente de Aquelcabos; entre sus piedras de rancio sabor medieval, mantillas blancas, mantones de Manila, himnos gloriosos arropando al santo “que de Arenas hizo su hogar”. Mi cajita de música se abre de nuevo y mis ojos de niña me llevan otra vez por la senda del recuerdo. Y aun sin entender nada, casi sin querer busco la higuera del prodigio.

Lo miro todo, me gusta todo, me emociona todo y siento la mano cálida que me lleva por la veredita verde a sumar momentos mágicos, a oír historias y leyendas, a sentir el latido de un pueblo entrañable que hermosea con entusiasmo sus tradiciones. Será por eso que me gusta volver. Será que me conmueve la frondosa senda de penumbras y silencios. Será que me sosiega su recóndita armonía. Será que me gusta perderme en el milagro de su paz.