Semblanzas navideñas

Columna de Margarita García-Galán

Con su abriguito y su gorro de lana, con la pandereta en la mano, un niño mira con atención el alegre desfile que pasa junto a él llenando de ambiente festivo las calles del pueblo. Junto al majestuoso abeto, centinela del castillo, sus pequeños ojos no pierden detalle. En una noche fría y emocionante para los niños, los Reyes Magos pasan a su lado mientras grandes y pequeños cantan una típica canción. Suenan las panderetas, los tambores, el almirez, las botellas de anís... Es un coro entrañable de padres e hijos entusiastas que ponen  música a la noche mágica. La banda sonora de la ilusión infantil. “Anoche en tu ventanita, tuve un sueño y me dormí. Me despertaron los gallos, cantando el kikirikí”.

El pintoresco desfile pasa cantando junto al pino gigante que parece dar escolta al Castillo del Condestable; un árbol hermosísimo que personaliza el paisaje y presta su sombra ancha a vecinos y paseantes en tiempo de verano. Es curioso, la cabalgata pasa dejando en el aire una música que me es familiar, mientras recuerdo aquellas otras estampas navideñas donde yo veía pasar con mis sorprendidos ojos, como el niño de la pandereta, a los Magos de Oriente. El mismo paisaje; distinta mirada. La cabalgata pasa por las calles de ayer mientras, a 700 kilómetros de distancia y gracias a la tecnología, mis ojos, mucho menos inocentes ya, la siguen con interés.

Cuando me regalaron mi primer teléfono móvil, no podía imaginar que años después me serviría para encontrarme con viejos afectos, que se fueron perdiendo en el tiempo. Gracias a él, me comunico con aquellas niñas que jugaban conmigo en la calle, que cantaban  los típicos villancicos con zambombas y panderetas, y veían pasar, emocionadas, en la noche fría de enero, la cabalgata de Reyes. Como el niño del gorrito, con nombre de guerrero castellano, que campea a su aire por la calle mirando curioso a su alrededor, sigo atentamente las imágenes en el vídeo que me manda su abuela, entrañable amiga de aquel tiempo lejano que estoy recomponiendo ahora gracias a esas charlas de WhatsApp, largas, distendidas, noctámbulas, que nos unen, como por arte de magia, a una infancia amable que se quedó congelada en el frío de la distancia, como el agua de la fuente de la placita donde jugábamos. Todo lo que me dice, todo lo que me cuenta ella me sirve para completar, como si de un puzzle inacabado se tratara, los trocitos de vida perdidos, descolocados en la memoria. Muchas vivencias de años pasados vuelven a tomar forma uniendo recuerdos de aquí y de allá, cosiendo historias, jirones de vidas que siguen estando, y ausencias de otras que se fueron a destiempo. Ahora encajan mejor esos momentos que se quedaron vagando en nebulosas de veranos de pinares y charcas frías, y noches gélidas de invierno al calor de la lumbre. Entre la infancia y la madurez, la vida ha pasado como un soplo, dejando en sus páginas, como en una novela de intriga, preguntas sin respuestas.  Amores y desamores, encuentros y de­­­­­­­sen­cuentros, días felices, momentos amargos... 

La vida es así.

“Anoche en tu ventanita tuve un sueño y me dor­mí...”. La música navideña pasa junto al pino gigante con los sones alegres que nunca olvidé. El niño de la pandereta sigue atento, ‘mamando’ ambiente, soñando futuras batallas junto al castillo que hermosean las azuladas hortensias. Él será, sin duda, una de las presencias fieles en esa tradición hermosa que pasa de padres a hijos y que nunca debería perderse. Los pueblos no deberían perder nunca sus símbolos, sus costumbres, su paisaje. Su identidad.

“Íbamos a la misa del gallo y después cantábamos villancicos calle arriba, calle abajo, y terminábamos en mi casa, con la matanza recién hecha, comiendo chorizo, torreznos, turrón y chocolate”. La abuela del niño me lo escribe en el móvil como si me lo estuviera contando a la lumbre de su chimenea. Es una delicia evocar recuerdos, semblanzas navideñas que nos acercan en el tiempo, y nos emocionan todavía.