Sin perdón

Columna de Margarita García-Galán

Han pasado treinta años desde aquel día de octubre que cambió su vida para siempre. Irene Villa tenía sólo doce años cuando una bomba de ETA paró bruscamente su tiempo de niña feliz. En un instante, su vida saltó por los aires, se tambaleó su mundo y el humo negro del horror lo envolvió todo. Aquella niña alegre que iba a la escuela como cada mañana, se despertó en un hospital desconcertada, malherida y mutilada, sintiendo aún el cosquilleo de esas piernas suyas que ya no estaban. Ella en un hospital, su madre en otro sin atreverse a preguntar siquiera si su hija estaba viva. Luego vendría el encuentro, las dos habían perdido mucho en aquella horrible mañana, pero, mermado su cuerpo y roto el corazón, seguían vivas y estaban juntas. Se miraban, se abrazaban y nos daban una sobrecogedora lección de vida. La bomba que desdibujó su cuerpo no pudo borrar su sonrisa.

He visto su entrevista en televisión recordando el atentado que marcó su vida para siempre. La niña que fue sobrevivió a la barbarie, se convirtió en periodista, psicóloga, deportista, madre de tres hijos... Irene es la viva imagen de la superación. Oírla contar todo eso, con el torrente alegre de su voz, impresiona. Cómo se pueden superar las barreras, volver a andar, estudiar, trabajar, hacer deporte, ser madre... ¿Cómo se puede contar todo eso sin un mal gesto, sin perder la sonrisa? Impresiona su historia, pero lo más sorprendente para mí es que esté en paz con el mundo. Que haya perdonado a los que treinta años atrás fueron inmisericordes con ella y con los que perdieron la vida en aquella trágica mañana entre coches retorcidos, el estupor y la impotencia de los que no entendíamos el porqué de aquel horror.  Ella decía en la entrevista que perdonó a los que lo hicieron para no cargar, además de con  su propio dolor, “con la mochila de los culpables”.

He visto hace poco una película, muy recomendable, donde también se habla del perdón. Maixabel cuenta los en­cuentros en­tre víctimas de ETA y sus asesinos, que que­rían pe­dir perdón. Magnífica pe­lícula donde dos actores geniales interpretan ma­gis­­tralmente los papeles de víctima y culpable. Las miradas, los silencios, las preguntas, las respuestas..., el intento de justificar lo injustificable, frente a la postura serena de esa viuda con el alma rota que se sentó a hablar con el asesino de su marido. Me impactó la historia íntima de Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jaúregui, perdonando al que partió su vida en dos; me impresionó Irene Villa con su actitud valiente y positiva ante la tragedia que le tocó vivir. Sus mensajes de paz, sin rencor, sin odio a los culpables, son un revulsivo contra la desesperanza.

Distintas mujeres compartiendo talante y un mismo dolor. Las dos me han hecho pensar. Me he puesto en su lugar, he cerrado los ojos y he sido por momentos la niña feliz que iba al colegio con su madre ajena a la crueldad de los que que justifican la violencia para conseguir objetivos. ¿Qué hubiera sentido yo al abrir los ojos en un hospital sin entender por qué mis manos no eran iguales, por qué mis piernas se adivinaban diferentes bajo las sábanas? ¿Qué hubiera sentido con aquella llamada de escalofrío que me decía que mi marido yacía en el suelo sin pulso sólo porque alguien sin escrúpulos decidió acallar su voz? De las dos me admira su capacidad para superar la tragedia, su gene­ro­sidad, su falta de odio, su apuesta por la concordia, que las convierte en un referente, en un ejemplo a seguir. Admiro y envidio su forma de rebelarse ante el infortunio, pero creo que yo nunca podría ser como ellas. Quizá habría podido sentarme frente a los que rompieron mi vida un día cualquiera; quizá, conteniendo la náusea, habría oído las razones de aquella sinrazón que causó tanta muerte y tanta tristeza. Habría estado, como ellas, a favor de cualquier medida de concordia para acabar con el terror. Seguiría adelante con el alma rota y el zarpazo de la intolerancia tatuado en la piel. Sobreviviendo, viviendo sin vivir en mí...

Sobrellevando el peso de mi dolor, pero con la mochila del asesino a la espalda.