Un libro y una flor
“La habitación infantil se llenaba de luz a esa hora tranquila de la siesta. El sol del verano calentaba los cristales de la ventana por donde yo veía el lento caminar de la pequeña tortuga que vivía a mi cuidado en la terraza. Ella se refugiaba del calor en un oscuro rincón esperando el fresquito de la noche, y yo buscaba también el refugio íntimo de mi cuarto para pasar esas horas perezosas de las tardes del verano. Tumbada en mi cama de madera me perdía entre historias y personajes que me aislaban del calor y del tedio y llenaban mi mundo de magia.
De repente me veo en el espejo del viejo armario, que me devuelve la imagen de una niña con trenzas, con los ojos fijos en algo, ensimismada con las peripecias de un conejo de ojos rosados y reloj grande que siempre tenía prisa. Mi habitación se llenaba de gatos, reinas de corazones y personajes que decían cosas absurdas... Tengo en mis manos algo mágico que me lleva, por un país de maravillas, a olvidarme del tedio, del calor y del tiempo... Estoy leyendo. Tengo en mis manos un libro.”
Lo escribí hace ya cinco años, es un fragmento del pregón que tuve el placer de leer en la Peña Flamenca de Vélez-Málaga para celebrar entre amigos el Día del Libro. Fue un día hermoso, animado de gentes de la cultura, voces familiares y afectos de siempre y para siempre, que compartían vivencias y pareceres y el amor a esos amigos que nunca te fallan: los libros. El día que salga este artículo será precisamente 23 de abril y, una vez más, recordaremos a Cervantes y a tantos escritores que nos dejaron la valiosa herencia de su palabra, su esencia, su filosofía... Su alma. Un alma escrita que pasará de mano en mano, de lector en lector, de sentir en sentir, a través del tiempo.
“Y me fui acostumbrando a ellos, a sentir su peso en mis manos, su tacto en mis dedos, su olor a papel. Siempre había un libro con una historia parada en una página cualquiera que me esperaba al volver a casa. Leyendo era Alicia, Sherezade o la dama de ojos verdes como el mar que enamoraba a un poeta sevillano. La lectura se me hizo necesaria, imprescindible, y el libro pasó a ser mi amigo fiel”. Lo pensaba entonces y lo pienso hoy, cuando los libros son para mí aún más necesarios que ayer. Hace cinco años celebrábamos el 23 de abril con un libro y una flor entre la animada armonía de un montón de amigos que charlaban, se reían o se besaban despreocupadamente, ajenos a que, unos años después, algo tan sencillo como una reunión de personas haciendo piña alrededor de un pregón, sería imposible.
Aquel día, el único virus contagioso que sobrevolaba el ambiente era la alegría. La alegría de compartir una charla, una copa, un abrazo..., el contacto humano, tan gratificante, que ahora echamos de menos. Y es en este tiempo difícil cuando el libro se me ha hecho más necesario. El libro es un refugio, un hombro de papel donde apoyarse. Con él entre las manos, pienso en la levedad de la vida, en lo espantosamente vulnerables que somos, y deseo fervientemente que este tiempo triste se acabe. Que celebremos sin miedo un aniversario, un cumpleaños o el estallido floral de primavera.
Oigo la música blanca de la lectura que me acompaña ahora. Es una historia veraz, con la cadencia suave del recuerdo, que me cuenta el porqué de algunas cosas. “Allá donde otros ven dunas del desierto, alas de águilas desplegándose, el vuelo rasante de un sueño... Ella ve agua, agua, agua... El agua está en el origen de su paisaje interior”. Lo dice la autora hablando de su madre, y me hace pensar. Cierro los ojos y me adentro en mi paisaje interior, ahora más paseado que nunca. Abrazo el libro, suspiro y pienso que este tiempo difícil, lleno de notas discordantes, también pasará.
Aquel pregón de abril fue mi particular declaración de amor a la lectura. Hoy he querido recordarlo en homenaje a ese amigo omnipresente, callado y fiel, que distrae mi tiempo desde aquellas tardes perezosas de veranos infantiles que nunca olvidé.