Espirales vivas

Desde la antigüedad, y en muchas partes del mundo, al círculo se le han arrogado interpretaciones simbólicas, espirituales o cosmogónicas.

Los tibetanos renunciaron a usar la rueda en desempeños mundanos por ser una imagen sagrada para ellos, como podría ser un carro. El círculo como símbolo de la vida, el ‘eterno retorno’; lo que empieza y acaba una y otra vez, teniendo como centro el universo, cualquier punto del universo. Creo que la primera vez que pude contemplar un círculo perfecto fue en alta mar; un horizonte circular de 360 grados sin ‘tierra a la vista’. Hay quienes incluyen nuestra cabeza en esa gran lista de imágenes con redondez en el mundo y en el cosmos. Como, para el observador, sólo ofrecemos una parte de nuestra testa, al­guien podría pensar que es de forma plana. Afor­tu­nadamente, tenemos las manos para atusarnos el cabello los días ventosos y verificar que no es así. Tanta simbología y sacralidad para acabar llamándolo circulo vi­cioso. Tal cosa no sucede con la espiral. ¿Al­guien ha oído decir “espiral viciosa”? Yo tampoco.

Pero hay circunstancias en las que un círculo, en lugar de cerrarse se desplaza, generando un nuevo círculo que desciende o se eleva sobre sí mismo manifestando una necesidad de continuidad; subir o bajar parece ser la misma cosa: una escalera de caracol podría ser el mejor ejemplo. También un remolino en el agua, la concha de una caracola, el vuelo de un abuelico de diente de león. Son muchos los ejemplos en los que la espiral parece tener vida propia. Ya hubo matemáticos que vieron en cada giro una correlación numérica y apareció el número ‘phi’, primo hermano del número ‘pi’, ambos considerados ‘irracionales’ porque no hay quien los entienda, ya que su desarrollo se muestra infinito.

La música, que como el aire, está en todas partes, no es ajena al ‘número áureo’, como también se llama a ‘phi’. Estudios posteriores a sus creaciones nos dicen, que músicos como Mozart o Beethoven, hicieron uso de la ‘proporción áurea’ en algunas de sus obras. También en la creación contemporánea se busca la melodía perfecta coqueteando con ‘phi’, o el número de Dios, como también algunos lo llaman. 

Puesto que tratamos de la espiral viva, me tomo la libertad de considerar el Bolero, de Mau­rice Ravel, una espiral sonora ascendente que recorre los distintos cielos para, finalmente, explosionar en la inmensidad que habitan las estrellas, como la eclosión del clímax de los amantes que, tras los circunloquios ascendentes del amoroso placer, estalla en una dimensión cósmica que no se sabe interpretar y que muy bien pudiera tratarse de una suerte de ‘Big Bang’ que da lugar a un nuevo universo. Es­cuchar el Bolero, me retrotrae a Escaleras al cielo, de Led Zeppelin, otra concepción del ascenso a las alturas, una búsqueda instintiva e intuitiva de nuestro origen: las estrellas. Ignoro si el Bolero fue concebido por Ravel conteniendo el número áureo, pero al visionarlo como una espiral, no puedo sustraerme a la fantasía de su presencia en cada giro orquestal, que se me antojan escalones de esperanza hacia una vida más justa, reconfortante y balsámica, no como esas fronteras de concertinas que muchos intentan cruzar tras haber sido arrancados del bosque y abandonados a su suerte en un despiadado desierto (palabras en Los velámenes del Vieux Port, de Francisco Gálvez). Un círculo vicioso. En esas latitudes, la suerte es como un grano de arroz perdido en la vastedad de la arena. 

Lo que impera es el sentimiento universal del dolor no merecido.