Larga vida a la música

Columna de Miguel Segura

Desconfinen por un momento la imaginación. Concédanse unos ins­­­­tantes de libertad total; es gratis.

Imaginen que una magnífica or­questa sinfónica se traslada a los confines de nuestro universo conocido e in­terpreta, por ejemplo, la Novena Sin­fonía de Beethoven. De acuerdo con lo establecido por la cosmología ac­tual, ese lugar estaría -con respecto a nosotros- a una distancia de 13.800 millones de años luz. Una distancia de vértigo capaz de sofocar el hipo más persistente. Ese sonido viajaría como onda electromagnética, como la luz, no hay otra ma­nera -que se se­pa-. El sonido que nos llega al receptor de radio, te­le­visión, etc., viaja de ese mo­do, mas siempre tenemos la sensación de simultaneidad (co­sas del directo y la cercanía). 

Pero, en el caso que nos ocupa, para cuando nos llegasen las pri­meras notas de la No­vena Sinfonía ha­brí­an pasado, irremediablemente, 13.800 mi­llones de años. Es se­guro (según la ciencia), que nuestro Sol, y, por ende, nuestro planeta, hará tiempo que dejaron de existir. Personalmente, no me preocupa. Quiero imaginar que, para en­tonces, habrá otros planetas con formas de vida capaces de apreciar y gozar de esta (u otras) sinfonía, y que esta música seguirá su periplo incansable por la vastedad buscando receptores sensibles dispuestos a disfrutarla. Estoy convencido de que sabrán valorar esta obra que ya es patrimonio de la humanidad desde 2002.

Son muchas la voces que en algún momento han manifestado que “el ar­te es un puente entre lo humano y lo divino”. No debe preocuparnos, pues, cuán lejos esté la divinidad. La música siempre permanecerá viajando por los confines, incansable, insobornable, como un meteoro que persigue la luz más intensa en la infinitud. Y con este viaje inacabable se complace la imaginación.

Al  universo, en cons­tan­te expansión desde que inició su existencia (?), le traen sin cuidado nuestras prisas. Por otro lado, y si­guiendo las tesis de la física actual, hay singularidades que suceden simultáneamente en todos los puntos del universo. Si este fuera el caso de la trascendencia, el acontecimiento lo tendríamos probablemente en el sa­lón de casa. Así pues, no hay que desesperarse. 

Pónganse cómodos, enciendan su dispositivo reproductor de mú­sica, cierren los ojos y abandónense a la Novena de Bee­thoven (o a la música que quieran). 

Esta mañana, una persona dedicada a la música y entrevistada en la radio, decía: “Lo que sale de un reproductor no es música; para que lo sea, debemos estar ante los músicos”. ¡Toma! Co­mo si fuéramos de otro planeta. Iremos a esos conciertos en cuanto sea posible, sin duda. De mo­mento, la Sinfónica de Málaga no puede tocar en nuestro salón, es algo  pequeño. Propongo que disfrutemos de la música poniéndole, a cada mo­men­to, la banda sonora que más nos plazca. La que nos haga sentir aleteos de mariposas en el diafragma, escalofríos en la nuca o temblores en el corazón. 

La música tiene sólidos puentes ha­cia la trascendencia para usarse cuanto se desee. Pero también hay puentes que se sostienen con la fragilidad exac­ta para ser cruzados una sola vez.

Larga vida a la música.