Larga vida a la música
Desconfinen por un momento la imaginación. Concédanse unos instantes de libertad total; es gratis.
Imaginen que una magnífica orquesta sinfónica se traslada a los confines de nuestro universo conocido e interpreta, por ejemplo, la Novena Sinfonía de Beethoven. De acuerdo con lo establecido por la cosmología actual, ese lugar estaría -con respecto a nosotros- a una distancia de 13.800 millones de años luz. Una distancia de vértigo capaz de sofocar el hipo más persistente. Ese sonido viajaría como onda electromagnética, como la luz, no hay otra manera -que se sepa-. El sonido que nos llega al receptor de radio, televisión, etc., viaja de ese modo, mas siempre tenemos la sensación de simultaneidad (cosas del directo y la cercanía).
Pero, en el caso que nos ocupa, para cuando nos llegasen las primeras notas de la Novena Sinfonía habrían pasado, irremediablemente, 13.800 millones de años. Es seguro (según la ciencia), que nuestro Sol, y, por ende, nuestro planeta, hará tiempo que dejaron de existir. Personalmente, no me preocupa. Quiero imaginar que, para entonces, habrá otros planetas con formas de vida capaces de apreciar y gozar de esta (u otras) sinfonía, y que esta música seguirá su periplo incansable por la vastedad buscando receptores sensibles dispuestos a disfrutarla. Estoy convencido de que sabrán valorar esta obra que ya es patrimonio de la humanidad desde 2002.
Son muchas la voces que en algún momento han manifestado que “el arte es un puente entre lo humano y lo divino”. No debe preocuparnos, pues, cuán lejos esté la divinidad. La música siempre permanecerá viajando por los confines, incansable, insobornable, como un meteoro que persigue la luz más intensa en la infinitud. Y con este viaje inacabable se complace la imaginación.
Al universo, en constante expansión desde que inició su existencia (?), le traen sin cuidado nuestras prisas. Por otro lado, y siguiendo las tesis de la física actual, hay singularidades que suceden simultáneamente en todos los puntos del universo. Si este fuera el caso de la trascendencia, el acontecimiento lo tendríamos probablemente en el salón de casa. Así pues, no hay que desesperarse.
Pónganse cómodos, enciendan su dispositivo reproductor de música, cierren los ojos y abandónense a la Novena de Beethoven (o a la música que quieran).
Esta mañana, una persona dedicada a la música y entrevistada en la radio, decía: “Lo que sale de un reproductor no es música; para que lo sea, debemos estar ante los músicos”. ¡Toma! Como si fuéramos de otro planeta. Iremos a esos conciertos en cuanto sea posible, sin duda. De momento, la Sinfónica de Málaga no puede tocar en nuestro salón, es algo pequeño. Propongo que disfrutemos de la música poniéndole, a cada momento, la banda sonora que más nos plazca. La que nos haga sentir aleteos de mariposas en el diafragma, escalofríos en la nuca o temblores en el corazón.
La música tiene sólidos puentes hacia la trascendencia para usarse cuanto se desee. Pero también hay puentes que se sostienen con la fragilidad exacta para ser cruzados una sola vez.
Larga vida a la música.