Música en la carreta

Me contemplo subido a un carro del que me resulta ya difícil bajar. Po­dría ser el Gran Carro al que se conoce como Osa Mayor

O el otro, más pequeño, semejante al grande, que tiene como compás de navegación una brillante estrella que siempre muestra nuestro Norte, y que parece que no acaba de crecer, aunque esté próximo a la gran ubre láctea de nuestra galaxia (o eso parece). Sos­pecho que este carro mío se parece más a ese al que le suenan los ejes y me resisto a engrasar, porque en su soledad, en el silencio de su camino, el chirrido se le muda en música a la que no quiere renunciar, y conforma su pensamiento: hay carros con música que jamás entran en combate.

Atahualpa Yu­pan­qui, nombre artístico de Héctor Roberto Cha­vero (que se traduce del quechua como ‘el que vino de lejanas tierras para contar’), se le considera el padre de la canción y música argentinas en las que relata, con la sencillez de la pura palabra, la cotidianidad, las costumbres y adversidades de su pueblo, con una poesía rotunda y mensajes que van más allá de esas palabras que emanan desde el alma maltratada. Fue perseguido, encarcelado y torturado entre 1945 y 1955. Los peronistas (de 1947) le quebraron la mano con una máquina de escribir por la contestación en las letras de sus canciones. Lo escribí recientemente “quitarle la vida (o torturar) a un músico, es el acto de cobardía más despreciable”. Me reafirmo en ello.

Atahualpa Yupanqui se hizo internacional. El 7 de julio de 1950, la cantante Edith Piaf le invitó a actuar en París, y tras un clamoroso éxito, comenzaron los contratos que le llevaron a cantar extensamente por Europa, como temblor tectónico.

Ha habido y hay en el mundo cantores que han propagado su poesía y su gemela música, como Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, Alfredo Zita­rro­sa, Elis Regina, Chavela Vargas, Joa­quín Sabina y un etcétera inabarcable, como ecos de su eternidad. Mú­sica antigua, de antes, a la que algunos llaman antiguallas en ocasiones, con menosprecio, ignorando que son manantiales donde saciar la sed. Que es música y palabra que no se disuelve en el tiempo como la niebla en el aire. Cantos a la tierra, versos a la mon­taña, al desamor, nostálgicos parajes desde los que un día se despide la vida. Para siempre. Can­­ciones cantadas al humanismo pobre, para las manos endurecidas por el pulso sostenido con la tierra, por el alimento de muchos y engorde plácido del ocioso. Es la canción eterna. Aunque ahora el peonaje vista con vaqueros y camisetas es­tam­padas, las ma­nos siguen endureciéndose. Versos de tristeza desafiante, porque el dolor también tiene sus voces; porque no toda la música es fiesta y algarabía. Artista que supo del dolor sacrificial y gratuito perpetrado por demonios encarnados, esos que torturan y atormentan cuando se saben impunes; y no es la música precisamente el elixir que se venga a doblegar sus violencias demenciales. 

Dejo que broten las palabras con aura reivindicadora, porque es música que una vez entra en el corazón, permanece en ese recodo en el que atesoramos lo que nos es más valioso.

“Silbando piensan las aves / Yo pienso ansina también / Naides saben lo que dicen / Ellas lo deben saber”. Atahualpa Yupanqui.