domingo, 08 de septiembre de 2024 00:02h.

Puerto de lágrimas

En 1996, el grupo de rock sinfónico Camel, compuso Harbour of tears (algunos lo traducen como El puerto del llanto).

Andrew Latimer, músico multiinstrumentista, compositor y vocalista del grupo, tras la muerte de su padre, comienza a investigar su ascendencia familiar, y es así cómo descubre sus orígenes irlandeses. No sólo esto. Sus antepasados pertenecen a esas decenas de miles de trabajadores migrantes que se exiliaron en Estados Unidos huyendo de la hambruna que diezmó al país en la década de 1850. 

El álbum es una obra conceptual que aborda las consecuencias que se derivan de una huida desesperada: desarraigo, investigación de sus orígenes, la perspectiva de la muerte. Nada nuevo bajo el sol. La historia es tozuda en este asunto. Tal vez haya entre los lectores personas con esa edad que les permita recordar lo que supuso migrar a Alemania en los años sesenta del pasado siglo, porque aquí no tenían futuro. Mis padres estaban entre todos ellos.

Cuando la música, además de ofrecernos extraordinarias composiciones de la mano de jóvenes talentos, nos cuentan historias humanas que soportan el peso del dramatismo y la desesperación, ponen ante nuestra atónita mirada la terrible fragilidad que somos como especie. Una más. Pues ninguna se libra de la infame maldad que otros ejercen sobre los más vulnerables. ¡Y esto no es selección natural! Es, simple y llanamente, iniquidad.

Pero tenemos la música, como sustancia balsámica; como oasis en el que se descansa mirando al cielo; a lo que pueda existir más allá del azul de la atmósfera.

Siempre he tenido la sensación de que se ha oído poco la música de Camel, menos aún en los canales habituales de difusión que, a día de hoy, ya sabemos que son meros escaparates para ofertar lo que la industria quiere que consumamos. Eso sí, con mucha profesionalidad. 

Así pues, me tomo la libertad de reivindicar esta música -con grado de excelencia-, así como otras que, por los años setenta, nacieron como ‘rock sinfónico’ para diferenciarse del rock popular. Hay quien afirma que la mayoría de nosotros no se da cuenta de la poderosa influencia que contienen esta composiciones, de mú­sicos como Clau­de Debussy, Mozart o Stravinsky, entre otros.

Creaciones conceptuales con la preclara ambición de abrirnos el alma de par en par; para ‘nacer en el claro del bosque o de la luna’. En el afán de querer etiquetarlo todo, a este tipo de música se le llamó rock progresivo. Yo sigo tomándome la libertad de llamarlo sinfónico; es un término que me encanta y me conduce a las atmósferas de excelencia que percibo en muchas composiciones. Es mi libre albedrío. Como cuando giro el dial, porque lo que me transmiten se queda rezongando a las puertas del oído externo.

El álbum mencionado es introducido por la voz a capela de Mae McKenna, con melodías tradicionales que hacen referencia explícita a la cultura irlandesa. Todo un sentido homenaje a su tierra y a sus gentes. 

La música, como la poesía, son primorosas llaves que abren portales a los atónitos sentidos para elevar la mirada a las instancias donde reside la belleza.