Opiniones

¿Y ahora qué?

Columna de Antonio Jiménez

Subidos los catalanes en el caballo de sus delirios de ‘superioridad’ sobre el resto de los españoles, se podría comprender, ante el río revuelto de la II República, que no resistieran la tentación de proclamar su particular república (dentro de España), para así, al menos, dejar constancia histórica de su cualificada ‘diferencia’. Vale. 

Lo que ya pertenece al desvarío de las masas ─entrados en el siglo XX y en plena globalización─, es la manera de cómo, gente supuestamente ilustrada y acomodada, han abrazado el esperpento independentista a sabiendas del facturón a pagar (huida de empresas, etc.), ante la alarma de su posible salida de la Unión Europea. Y el disparate de su doble ‘golpe de Estado’ (partición de España + república), del que ahora algunos conspicuos cabecillas abjuran por inviable. Todo a rebufo del victimismo, la insaciabilidad y la fanfarria propios del nacionalismo.  

Justo cuando la única condición del in­dividuo aceptada universal y democráticamente es la de ‘ciudadano de de­rechos y deberes para con el Es­ta­do’, guiado por la única facultad que iden­tifica la humanidad, la razón. To­do lo demás, el corazón, la estatura, la len­gua o la raza, son contingentes ca­rac­terísticas culturales de la tribu, que no de la sociedad libre, abierta y global. 

Pero ahí siguen, ¡dale que te pego!, tras el ‘auto-fracaso’: El huido ‘Pelucas’ montando el pollo a España y la UE en Bruselas. O la convicta Forcadell, confesa constitucionalista ante el toro del Derecho.

Y a más a más, ¡ojo!: latente aún el sueño de ocho siglos, los països catalans, no subestimemos la soterrada ambición colonialista del catalanismo...