Que llueva, que llueva
“El verano se ha ido, el otoño ha llegado con prisa y el humo de las castañas asadas ondea ya su estela gris. Un verano de tórridas temperaturas, de noticias tristes, impactantes, de esas que enfrían la pluma y el alma. Y añaden el casi a la palabra feliz”.
Lo escribí hace tiempo y lo releo ahora en el libro donde duerme este relato sobre un niño inocente que se ahogó en el mar antes de llegar a esa orilla de esperanza donde su familia buscaba un futuro. Lo titulé El príncipe de la marea y siento que todo está vigente: las temperaturas extremas, el humo de las castañas en otoño y las tragedias inmisericordes que navegan a la deriva en pateras inmundas cargadas de vidas rotas que buscan una vida mejor cruzando inhóspitos mares de nadie.
Llueve mientras escribo. Llueve, por fin. El agua mansa, tan deseada, tan necesaria, cae lentamente tras los cristales y me recuerda lo mucho que me gustó siempre ver llover. De pequeña, me encantaba jugar en la calle con mis botas katiuskas y saltar en cada charco que encontraba a mi paso. La lluvia en aquel tiempo era muy frecuente; tanto, que al pueblo lo llamaban ‘el orinal del cielo’. Mi padre me contaba que una vez llovió once días seguidos, y que un tío suyo, que miraba desde el balcón, decía complacido: “Qué bien llueve”. Parece que ahora no llueve tan bien: o no llueve nada, o llueve descontroladamente causando inundaciones y asolando paisajes. Es innegable que el tiempo está cambiando, el clima se está convirtiendo en una amenaza para el futuro del mundo; me sobrecoge pensar en lo alegremente que algunos niegan algo tan serio y tan evidente. Pienso en ello y recuerdo aquella cancioncilla infantil que cantábamos en la calle saltando los charcos. “Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, los pajarillos cantan, las nubes se levantan...”. Veo imágenes recientes de aquel paisaje de pueblo y me fascina lo verde que está todo después de la lluvia, y el caudal ruidoso que lleva el río saltando bajo el puente. Me entristece pensar que estos paisajes hermosos, esta naturaleza frondosa y viva pudiera desaparecer algún día.
Sigue la lluvia arañando suavemente los cristales de mi ventana mientras escribo. Me distrae el baile de esas lágrimas dulces, transparentes, que se deslizan por el cristal dibujando caprichosos arabescos mojados. Llora el cielo, se nubla más el paisaje a lo lejos mientras paseo por las páginas de este libro recién nacido que guarda sonidos distintos de tiempos diversos, emociones que fueron saliendo al aire directamente desde el corazón a esta columna donde escribo. Huele a nuevo, a papel sin estrenar que espera nervioso volar hasta las manos del lector para que esos Sonidos al Tiempo se oigan y el libro cobre vida. Sus protagonistas despiertan ante los ojos que leen y María Zambrano se nos acerca desde la Plaza de las Carmelitas. “María en la plaza, sus recuerdos, sus vivencias, el patio y el limonero que la vieron crecer... Su vuelta a Ítaca se palpa en el bronce de esa figura universal que pisa sin pedestal el suelo de sus raíces”.
El libro me lleva a distintos tiempos por distintos caminos, verdes, azules, alegres, descorazonadores... “Y entonces llegó la guerra, una guerra que se anunciaba desde hacía tiempo, que se leía entre líneas en el relato de esa hoguera de vanidades que es la política, pero pocos pensaban que pudiera ser real. Y empezamos a ver otras estampas de horror y muerte al son de sirenas estremecedoras anunciando la barbarie”. Entre suspiros escribí este relato de horror imaginando, como Lennon, cómo sería un mundo donde no hubiera nada por lo que matar o morir, sin infierno debajo y con un cielo limpio sobre nosotros... “Imagina a la gente viviendo la vida en paz”.
Ha dejado de llover, se secaron las lágrimas de los cristales y yo sigo repasando mi libro. Me doy cuenta de lo gratificante que es escribir, airear emociones que otros leerán después, quizá en un día como hoy oyendo el relajante repiqueteo de esa lluvia “que acribilla los silencios”, que decía Benedetti. Cierro mi libro y lo abrazo. Y miro con esperanza el nublado de un cielo que promete más lluvia. Que llueva, que llueva.