Los árboles, metáfora y vida

Columna de Emilia García

El barón rampante es una gozada de lectura e Italo Calvino un maestro seduciendo, haciendo que vivas y admitas a pies juntillas las peripecias del protagonista. El joven Cósimo se sube al árbol como acto de protesta y rebeldía, pero enseguida nos damos cuenta de que eso no será algo pasajero. ¿Puede una persona ser fiel a sus principios durante toda su vida? A esta pregunta nos responde Cósimo con su hazaña. 

En don Quijote, Alonso Quijano se lanza en busca de aventuras, a defender a los menesterosos y desfacer entuertos (falta nos hacen hoy día estos desfacedores de engaños), ya en su senectud. Y  nuestro querido Cervantes tiene a bien que lo sintamos como loco, como un pobre hombre que ha perdido el sentido de la realidad por mor de los libros. Un caballero andante en época tardía; cuando ya el arte de la caballería había pasado la página de la historia. Un anacronismo vivo para hacer reír y llorar, pero también para hacer pensar que la vida sin ideales es una vida vacía. 

Sí: en Italo Calvino hay un Cervantes latiendo, y en Cósimo bombea el corazón de don Quijote; porque en esta joyita de novela, que es todo un clásico, lo que se proclama es el derecho a ser diferente, a defender esa individualidad que nos hace únicos, a luchar por la libertad personal; y todo esto, participando del tiempo que toca vivir. No es un aislarse del mundo, sino un estar en él asumiendo, arriesgando y proclamando nuestra diferencia. No es excluirse ni cerrar  la puerta a lo que pasa a  nuestro alrededor; nada más lejos. Quienes hayan leído El barón rampante, lo saben.  

¡Ah, qué hubiese sido de Cósimo sin los árboles! ¡Qué maravillosos aliados!

Me vais a permitir que dé un salto entre las ramas para hablaros de nuestro paisano Evaristo Guerra, cuyos pinceles  parecen llevar las raíces y la savia del arbolado de la Axarquía, las luces de su paisaje, el cromatismo de su aire.
Su exposición Colores Veleños estará hasta el 19 de marzo en las Salas Mingorance de Málaga capital. Un lujo para los ojos y  para el alma.
En un poema, Manuel Alcántara dice que a Evaristo, cuando pinta, le florecen los pinceles. Yo creo que Evaristo florece al completo con sus pinturas y lo hace desde la pureza de sus pinceladas en las que la luz se concentra de tal modo, que hasta las sombras se iluminan. Evaristo pinta nuestros árboles para dejarnos el asombro a la orilla de cada una de sus hojas, en el encaje de bolillos del almendro, en el candor puntiagudo del olivo, en la ternura humilde del algarrobo, en el sol arrebatado del membrillo, en la gravedad sostenida y dulce del mango. Evaristo pinta cortijos y pueblos y nos recuerda otra arquitectura que llevamos muy adentro. 
Evaristo sueña la Axarquía y nosotros, al  contemplar su obra, soñamos también su sueño.  
Colores Veleños y El barón rampante. Dos maravillas, al alcance de todos, para pensar y sentir la belleza.