El ocaso del siglo
En esta mañana soleada y luminosa que, a puertas del invierno, y a semejanza del protagonista de La montaña mágica, me hace perder la noción del tiempo y preguntarme si las estaciones están jugando entre ellas a confundirnos.
En esta mañana, en la que sé que el azul que me deslumbra es, para cientos de miles de personas, el color turbio de la guerra y la muerte, me detengo en la antología de Wislawa Szymborska y dejo mi marcapáginas en uno de sus poemas. Se llama El ocaso del siglo y dice cosas así: “Ciertas desgracias no iban / a suceder más: / a saber, la guerra / el hambre, y tantas otras cosas. / Se iba a valorar / la indefensión de los indefensos”.
Esas eran, en cierto modo, las promesas irradiadas desde esos organismos internacionales creados a partir de la Segunda Guerra Mundial, todos ellos con generosos y humanitarios objetivos, todos ellos comprometidos con que la humanidad no tuviera que volver a avergonzarse de sí misma, pero ninguno con el poder suficiente para acabar con la locura que los cuatro jinetes esparcen por el planeta. Jinetes mercenarios, usados siempre por los que, siendo poderosos, quieren serlo aún más.
Szymborska continúa: “Quien quisiera alegrarse del mundo / se encuentra ahora / ante una misión imposible”.
La propia ONU reconocía hace poco, ante el exterminio (qué otra palabra usar) al que Israel ha sentenciado a la población gazatí, el sentimiento de impotencia que se ha instalado en su seno. ¿No es eso, acaso, lo que sentimos día tras día, cuando somos testigos desde la comodidad de nuestro salón, de las atrocidades de esta matanza? ¿Qué postura tomar, sino la única que nos hace humanos? ¿Quién y bajo qué pretextos puede humanamente justificar lo injustificable? “¿En qué mesa pactar sobre la vida o la muerte? / ¿Redonda o cuadrada?”, se pregunta la poeta.
Hace tiempo, tuve una pequeña discusión con un amigo. Él defendía la célebre cita “El hombre es un lobo para el hombre”; a la que yo me oponía, toda optimismo, diciendo que no, que el hombre era bueno por naturaleza. Hoy sacaría al lobo del contexto; no hay animal alguno que se pueda asemejar al hombre por la crueldad y la fiereza que éste demuestra.
Sin embargo, me pregunto, ¿pero qué hombre?, ¿qué hace que una persona semejante a otra haga fuego una y otra vez destruyendo miles de vidas inocentes? Puede que parezca una pregunta pueril, porque todos sabemos de los intereses que mueven todas las guerras. ¡Ah!, pero si el hombre se preguntara por la pertinencia o no de una orden, si todos los soldados desarmaran sus fusiles… Sí, de nuevo, una ilusión, una quimera. Quizás sea eso lo que le falte al mundo. ¡Quimeras! ¿Acaso no es la realidad lo que construimos día tras día? ¿Por qué seguir haciéndolo con los adobes de la destrucción y la ira? Materiales que a unos pocos sirven y enriquecen.
Como apunta Nuccio Ordine a través de ejemplos extraídos de textos clásicos, nada humano puede sernos ajeno, porque no somos islas, porque mientras miramos la televisión o leemos la prensa, están doblando las campanas, y lo hacen por todos nosotros. Doblan por la humanidad entera.
Ahora, acercándonos al primer cuarto de este siglo XXI, la lúcida ironía de Wislawa me sacude desde esa atemporalidad en la que se instalan las verdades más elocuentes, las más sencillas.
Dice la poeta en Hijos de la época: “No hace falta que seas un ser humano / para cobrar importancia política. / Basta con que seas petróleo, / pienso o materia reciclada”.
Nos toca decidir a nosotros si es esa la importancia que necesitamos, o si lo que queremos es devolverle a la humanidad su sentido.