Lluvia fina

Las palabras no son inocentes. Hablamos, nos hablan, y vamos lanzando y recogiendo esos sonidos  que nuestro cerebro descifra y almacena con más rigor del que muchas veces quisiéramos. 

Las palabras no son inocentes, las palabras construyen y destruyen. Eso de y el verbo se hizo carne no es ninguna metáfora.

Las palabras abrazan, consuelan. También arañan, muerden y matan. Las palabras que usamos forman nuestros pensamientos y estos generan nuestros actos. Por eso las palabras son tan importantes.

De sobra lo saben los que difaman. Una frase inacabada, un silencio entre adjetivos, un… por lo visto se dice que… y ya está la oreja alerta, el canal auditivo expectante a captar ese acento, ese subrayado, ese quizás, que abre todas las posibilidades. 

Como ejemplo, baste lo que observamos en algunas tertulias televisivas. Poner un alias, una sonrisa irónica o socarrona al referirse a alguien en concreto, desprestigiar, difamar, decir medias verdades o simplemente mentir. Son discursos dañinos. No;  las palabras no se las lleva el viento. Como hojarasca, las palabras sobrevuelan, van y vienen, se arremolinan, se esparcen, y algunas quedan varadas en cualquier rincón. Estas son las que alguien recoge y hace suyas. Sólo que ahora no son señores pagados  por una cadena de televisión, ni son políticos de tal o cual partido, sino gente normal, sencilla, que va regalando ese florilegio hecho pregón, como si de verdades eternas se tratara.

Pero bueno,  si sigo así, voy a perder el hilo, porque hoy quería hablaros de Lluvia fina, la novela de Luis Landero; por eso comenzaba, y me he reiterado diciendo que las palabras no son inocentes. Los que hayáis leído la novela sabéis a qué me refiero.

Párrafo a párrafo,  y conversación a conversación, vamos asistiendo a cómo las palabras van calando en la protagonista. Esas palabras que son como la lluvia fina que nos cae  casi sin darnos cuenta, hasta que nos empapa. Seguramente, en alguna ocasión habréis sido víctimas de ese chirimiri. El medio da igual, puede ser el familiar, el laboral,  el público…, pero eso sí; os aseguro que si no os armáis de valor y decís ¡basta!, las consecuencias pueden ser nefastas. Ese calabobos puede aguaros la vida. Los que lo producen son los que ahora denominamos personas tóxicas, y que bien podríamos llamar tostonazos, amargados, avinagrados, quejicas,  o resentidos. Son gente que tienen un instinto innato para saber quién puede aguantar su discurso, y cuando lo cogen, ya no lo sueltan.

Si hablo en  tono un tanto jocoso, es para aligerar un poco  lo que se siente al leer la novela, porque Aurora, la escuchadora, es un ser amable. Es bondadosa y siempre tiene una palabra de aliento, siempre quitando hierro a las situaciones que le pintan como desagradables, siempre queriendo mitigar el dolor y el rencor de los otros, y a ella, mientras tanto, no hay nadie que la escuche. No la dejan abrir la boca.

En fin, querida comunidad lectora, que si tenéis cerca a algunos de esos seres  que, una y otra vez, reinciden en creer que sois  como cántaros sin fondo donde poder verter todo el amargor que llevan acumulados, con toda amabilidad, salid corriendo. Es cuestión de supervivencia. Pero esto, lo dice mucho mejor Luis Landero en su Lluvia fina.