El vizconde demediado
Gira la Tierra sobre sí misma, derviche incansable, ofreciendo su danza permanente al Sol, al que se acerca y del que se aleja, en este espectáculo elíptico sin fin, al menos para nosotros, que somos de naturaleza infinitamente más precaria.
Pero la Tierra, además, tiene sus humores, sus ajustes internos, sus huesos que, a veces, friccionan entre sí destruyendo ligamentos. Cuando esto sucede, aquí, en su superficie, en este trocito de terreno en el que nos hemos asentado, percibimos la inconmensurable fuerza que se agita bajo nuestros pies, su poder ciego y devastador.
Yo no puedo imaginar el dolor que supone para tantas miles de personas la tragedia desatada por el reciente terremoto. Hay cosas que solo pueden vivirse y, algunas, mejor no tener que hacerlo. Me duele la tragedia, digo, pero el verdadero dolor, el hachazo que se siente en las entrañas cuando pierdes a alguien querido sin que medie tiempo para hacerse a la idea, ese dolor, ¡ay! , sólo puede sentirse en carne propia.
Ante esta y otras catástrofes, la generosidad, la ayuda necesaria, las muestras de solidaridad se suceden una tras otra. ¡Menos mal! El ser humano es algo bueno, nos decimos. Queremos ayudar y sacamos a flote ese inmenso caudal, ese torrente de buenas intenciones y de actos solidarios que tanto se necesitan. Allá van, voluntarios de distintos países, mujeres y hombres que pondrán cuanto esté en sus manos para rescatar, sanar, confortar, auxiliar en definitiva. Representan lo más hermoso de la humanidad.
Ante la potencia de la naturaleza, poca cosa se puede hacer, sino prevenir y paliar algunos de sus efectos más devastadores. Por algo, aunque pequeños en comparación con la magnitud de cuanto nos rodea, se nos ha dotado de inteligencia, y, amigos, mucho ha discurrido la humanidad para dar con soluciones posibles desde aquellas primigenias grutas y chozas de adobe o cañas, hasta los edificios en los que hoy tenemos hogar. Sin embargo, ni siquiera eso está bien repartido. Ya vemos cómo, por regla general, los que sufren las consecuencias de cualquier devastación son los más débiles, los más pobres, los parias.
Recuerdo la novelita de Italo Calvino El vizconde demediado, una hermosa fábula sobre la condición del ser humano. El vizconde Medardo de Terralba es caído en guerra con los turcos, su cuerpo ha sido tajado en dos en el campo de batalla. Sin embargo, sus dos mitades son recogidas y curadas por separado. ¿Que cómo puede ser esto? ¡Habrá que dar crédito al autor! Pero a lo que iba, mientras una mitad del vizconde representa y ejerce la maldad pura y dura, la otra mitad es un bendito santo.
Que somos un puro sistema de contradicciones, lo sabemos. Los seres en los que el bien prevalece, son los que llamamos buenas personas. Pero el mal puro, la maldad, existe. Son muchos los que llevan consigo sólo esa mitad aniquiladora del vizconde demediado. A estos les basta cualquier excusa, y las guerras suelen ser las mejores, para ejercer su sevicia.
Los temblores de tierra son terribles, pero hay quienes todos los días están provocando verdaderas hecatombes.
Lo saben las gentes de Siria, de Yemen, Tigray, Etiopía, Afganistán y Ucrania, entre otras. Saben del dolor y del odio, del hambre y de la intemperie, del miedo y de la muerte.
Ese es el peor de los terremotos: el que provocan los vizcondes demediados en su mitad más aterradora.