¿Se muere la cultura?
Hace poco nos dejaba la gran escritora madrileña Almudena Grandes. Fue toda una conmoción en el mundo de las letras, y de la cultura en general, por su indudable valía literaria, una pluma privilegiada que nunca abandonó su espíritu crítico.
La obra y el recuerdo de los grandes creadores que han ido desapareciendo físicamente, permanecen entre nosotros y van forjando un nuevo poso cultural que se añade al acumulado de siglos de historia cultural. Pero si ese formidable legado no es protegido, difundido y puesto en valor, nos estaremos muriendo también nosotros, poco a poco, en una lenta agonía debida a la falta de oxígeno cultural en la sociedad, que es el que nos hace sentirnos vivos, llenos de humanidad, sentimientos y emociones. Y esto es aplicable a todas las artes y expresiones artísticas y culturales, tanto materiales como inmateriales.
Cada vez que abrimos un libro, que vemos una película, una exposición de pintura, escultura o fotografía, que asistimos a un concierto o que disfrutamos de nuestro patrimonio histórico y artístico, probablemente sientan -como yo- que se abren nuevas oportunidades de ser más feliz, de sentirnos mejor en este mundo que se encamina a un precipicio donde la alienación y la deshumanización de la sociedad amenazan nuestro futuro.
La cultura es una de las pocas actividades del ser humano capaces de suscitar un mayor entendimiento social, y debe jugar un papel más determinante en una sociedad que está cada vez más polarizada, sobre todo en el ámbito político. En estos momentos de desencuentros y polémica permanente, la cultura aporta mucho para conseguir un espacio de encuentro y ese equilibrio necesario que muchos demandamos.
Todos conocemos ejemplos donde el papel de la cultura ha sido el de unir pueblos, como la orquesta de músicos árabes e israelíes que conduce Daniel Barenboim o la iniciativa Playing For Change, un movimiento creado para inspirar y conectar al mundo a través de la música, nacido del convencimiento compartido de que la música tiene el poder de eliminar fronteras y superar las distancias entre la gente.
Con iniciativas como estas se promueve el dialogo y el respeto mutuo, se contribuye a la integración, la solidaridad y la convivencia. No hay mejor antídoto contra el racismo, la xenofobia, la intolerancia y el desconocimiento mutuo que compartir distintas culturas.
Y en eso España, crisol de culturas donde los haya, tiene mucho que aprender. Vivimos en un país diverso que, tras varias décadas de democracia, se ha ido alejando de sí mismo. Parece que nos hayamos convertido en una especie de reino de taifas que deben más a los intereses particulares de sus gobernantes que a una realidad político-social concreta. De hecho, con la ascensión de la ultraderecha y algunos nostálgicos del centralismo del anterior régimen, se contemplan los distintos hechos diferenciales como inconvenientes y enemigos de la unidad de nuestro país, en vez de considerarse como signos de identificación de un pueblo y testimonio de su personalidad, que en su variedad enriquecen y no menoscaban la grandeza de esta bendita tierra. De hecho, en muchos casos, cuando nos referimos a otras tierras de España y a sus gentes podríamos aplicarnos el eslogan que se decía no hace mucho sobre Portugal: “Tan cerca, tan lejos”.
Es muy fácil caer en la trampa de denostar a compatriotas y regiones distintas a la nuestra en base a titulares sesgados o mal intencionados. Estoy convencido de que en la diversidad y singularidad de muchos lugares de España reside una de nuestras mayores riquezas y fortalezas. Seguro que muchos de quienes lean este artículo y hayan estado en otras partes del país, habrán disfrutado de lo lindo y se habrán enriquecido con su gastronomía, su paisaje, su gente y la forma que tienen de entender la vida.
No podemos pretender, que es lo que parece que quieren algunos dirigentes políticos, que seamos todos iguales, que tengamos las mismas costumbres, que hablemos todos de la misma manera y que vivamos en una uniformidad asfixiante. Cada lugar tiene su idiosincrasia, su acervo cultural que debemos conocer y respetar. Pero aquí no valen los nacionalismos excluyentes por parte y parte, ni se deben utilizar las diferencias culturales como arma política arrojadiza. Ya está bien.
Los artistas y creadores de cada lugar seguirán haciendo cultura mientras haya alguien que mire, vea, escuche y se emocione. Las artes solo saben de emoción, comunicación y libertad. Cada día tengo más claro que no es la cultura la que se muere; es la gente, alguna gente, la que se muere, la que se está volviendo incapaz de pararse un segundo, de ver, oír o sentir algo distinto o que dure más de lo que dura una ‘historia’ en redes sociales. Conozcamos, compartamos y cuidemos las diferentes culturas que nos han ido formando si queremos seguir vivos, porque, como citaba Almudena Grandes en su novela El corazón helado tomado de Ortega y Gasset: “Lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente”.
Pues eso.