Vamos a contar mentiras
Seguro que todos conocemos, y habremos cantado alguna vez, la popular canción infantil que lleva por título el de este artículo. Canción recurrente donde las haya, la cantábamos, sobre todo, cuando íbamos de excursión con el colegio y situaba a las mentiras como algo divertido, sin maldad y que se podían decir solo cuando íbamos despacio, tralará.
Santo Tomás de Aquino distinguía tres tipos de mentiras: la útil, la humorística y la maliciosa. Según él, los tres tipos de mentira son pecados. Yo, que no creo mucho en los pecados, considero que, a veces, la sinceridad plena puede ser considerada, incluso, una falta de respeto o de sensibilidad, y que todos tenemos, en algún momento, algún motivo para no decir la verdad o, al menos, toda la verdad. Pero de ahí a convertir la mentira en principio, estrategia y valor, como hacen algunos políticos que rechazan la verdad y mienten para mantener el poder o para alcanzarlo a cualquier precio, hay un buen trecho.
Estamos en unos tiempos en que algunos partidos consideran buenos políticos a los más diestros en el arte del engaño, que con perfección llevan cada historia al límite de lo creíble, calculan la mentira, la sopesan, la dosifican. Se les considera buenos políticos porque se burlan de la ética y destrozan la política misma. Ellos y sus jefes son los que mejor mienten, los cínicos, los más cafres, aunque algunos sean buenos lanzadores de huesos de aceituna o no hayan trabajado al margen de la política en su vida. Cuando esos políticos dicen defender lo público es porque están defendiendo lo privado y cuando señalan un posible crimen ajeno es para ocultar el que ellos mismos han cometido.
En España, al contrario que en otros países, no celebramos el Día de la Mentira, cuyo origen se remonta a la Francia del siglo XVI, pero algunos de nuestros políticos, según parece, están abonados a él. Soy de los que piensan que los que no pueden mentir nunca son los servidores públicos, porque si faltan a la verdad y utilizan las mentiras como una forma de conseguir fines partidistas o particulares, sin asumir su responsabilidad, deben ser retirados de la vida pública.
Las relaciones y razonamientos en torno a la mentira y la política no son nuevos, pero están cobrando demasiada notoriedad en los últimos años y es lamentable la institucionalización de la confusión y el engaño que se ha instalado en algunas democracias occidentales, incluida la española. La honestidad tiene que ser innegociable y jugar un rol fundamental en la actividad de nuestros políticos, que tienen que tener el valor suficiente de no sortear la realidad para engañar, sino de asumirla para mejorarla, aunque sea con la ayuda de sus rivales políticos, porque no hay duda de que la mentira en política corrompe nuestro sistema democrático y atenta contra las condiciones y los fundamentos de nuestra convivencia.
Es desolador que esos políticos mentirosos (que no se circunscriben a un único partido) le den la razón a Maquiavelo, que consideraba que el pueblo merecía ser engañado para que el gobernante alcanzara los fines propuestos. Muchos mienten a sabiendas sin el más mínimo rubor, con discursos que buscan exacerbar las emociones de personas tocadas por la crisis o con angustias legítimas. No sé si resulta de alguna forma cómico, por no decir patético, cómo intentan reinterpretar la realidad más evidente por ver si cala en los votantes más cerriles o en los ciudadanos más vulnerables y despistados.
Así, no es de extrañar que esa estrategia cuaje y surta efectos indeseables, como el asalto violento a unas dependencias municipales para impedir que se celebrara un pleno del ayuntamiento hace unos días en una ciudad murciana. Este episodio ha sido muy grave y es la mejor ilustración del efecto de las mentiras que algunos representantes políticos lanzan sistemáticamente, usándolas como munición política, sin tener la decencia de considerar que trasladar esa crispación y enfrentamiento parlamentario y dialéctico, a veces barriobajero, a la sociedad y la opinión pública, tan necesitada y merecedora de confiar en sus instituciones y representantes políticos, es una auténtica temeridad. Y lo peor es que la mentira y la incitación a situaciones como la citada, no tienen ninguna consecuencia.
Es hora de poner fin a las mentiras, de destapar bulos, de hacer frente a los enemigos de la democracia y de informarnos en medios serios que no estén sesgados ideológicamente. Y como decía la canción de marras, ahora que vamos deprisa, que no nos cuenten más mentiras, tralará.