El corazón de la piedra

Columna de José Marcelo

Se están produciendo grandes avances en las tecnologías de la comunicación, de la robótica, de la aeronáutica y de otros campos de la ciencia. Y fructifican de manera exponencial. La mirada puesta en las estrellas, se hace con el interés de habitar algún planeta en un futuro no lejano. La Tierra se nos queda pequeña y, además, lo sentimos enfermo, porque está padeciendo un brusco cambio climático. Aunque la Tierra se rebele con fenómenos naturales y se vuelva a regenerar, como siempre ha ocurrido en distintas épocas,  pero mientras tanto estos desastres naturales pueden ser muy graves para el hábitat del ser humano. Por otra parte, estos acontecimientos que se dan tanto en el campo científico como en la naturaleza, auguran que estamos en el comienzo de una nueva era. 

La sociedad tecnológica en la que estamos inmersos, ha derivado hacia una nueva concepción del tiempo. Tenemos un ansia imperiosa de vivir el presente, el cual pasa fugazmente. Esta actitud hace que se pierda la perspectiva del futuro, puesto que los hechos futuribles acontecen a gran velocidad. Y estamos perdiendo toda conexión con el pasado. Porque la tradición como valor cultural y objeto de nuestra memoria está desapareciendo de la manera como siempre se ha transmitido de generación en generación, para adquirir los conocimientos de modo global. Esta situación  nos causará  desorientación y problemas de adaptación.

En comunicarnos hemos avanzado de modo acelerado, y lo hacemos virtual y  globalmente, pero este cambio tan brusco está suponiendo  una gran pérdida en las relaciones personales y afectivas. Esto último denota que nos sintamos extraños, como si ya viviésemos en otro planeta.

Para argumentar la importancia que tiene la tradición para la vida social y política del ser humano, Hannah Arend nos habla en su libro Entre el pasado y el futuro sobre el concepto de fundación de los romanos. Esta fundación consistía en poner los cimientos y colocar la piedra fundamental, cuyo edificio quedaba para la posterioridad. Y ello suponía el compromiso de conservación, con objeto de que se mantuviera como herencia para las futuras generaciones. Con  este concepto de fundación y estos valores se fundó la ciudad de Roma y, todas las demás eran provincia de Roma, con este criterio se formó todo un imperio. Arend prosigue diciendo que “la tradición conservaba el pasado al trasmitir de una generación a otra el testimonio de sus antepasados, quienes con su sabiduría trasmitían las normas sociales y los valores consagrados por el tiempo”. Es decir, la transmisión de toda una cultura. La pensadora nos confirma que la pérdida de la tradición  supone privarnos de la memoria, que es el objeto de nuestra existencia, gracias al recuerdo.

Sería triste que las generaciones futuras se sintieran extrañas en su propio planeta, ignorando su historia y sus orígenes. Que el futuro sea incierto. Que el arqueólogo solo encuentre escombros tecnológicos. Lo podemos evitar si sabemos preservar la memoria. Cuando el uso de la tecnología sirva para cuidar el planeta, así como la comunicación nos una en una interculturalidad que nos haga sentirnos más humanos, evitando la confrontación de una guerra de intereses económicos que sólo consigue desigualdades.

“Quiero penetrar en el corazón de la piedra, /ese corazón duro de la piedra que traspasa el tiempo, / ese corazón inmóvil de la piedra que atrapa el espacio. / Allí, perderme en el laberinto de su historia”. ¡Hagámoslo!