Amores que siguen matando
Cuando son ya 20 las mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en lo que va de año, retomo algunos párrafos del artículo Amores que matan, que publiqué hace ya algunos años y que, lamentablemente, sigue estando de rabiosa actualidad.
“Otra vez la noticia de siempre, otra víctima de la violencia de género. Otra mujer sin pulso tirada en el suelo, cubierta de sangre. Su pareja acabó con ella, ‘la maté porque era mía’. Me sobrecoge pensar la cantidad de mujeres inocentes que pierden la vida por esa violencia. La violencia siempre es violencia, pero a esta hay que ponerle nombre y apellidos porque siempre son los mismos, por idénticos motivos... Las víctimas empiezan soñando con príncipes azules y acaban durmiendo con su enemigo, un desconocido que se ha convertido en sapo. El proceso es lento. Dicen los expertos que los maltratadores no lo son desde el principio; empiezan diciendo “te trataré como una reina” y poco a poco van anulando las personalidades, aplastando la autoestima de sus parejas hasta hacerlas sentir culpables hasta de existir. Dice Rojas Marcos, hablando de la autoestima, que “las personas vapuleadas, sometidas por fuerzas irresistibles, de excesiva dependencia, se sienten indefensas, se desmoralizan, se desconectan de sí mismas y pierden su sentido de la identidad”. Un insulto, después un ramo de flores. Un gesto altivo, una caricia. Una frase hiriente, una cena con champán… Son las puntas de carácter, el ser y no ser del perfil del maltratador. Primero, el maltrato es psicológico, y está tan bien estudiado, tan medido, que la víctima, cada vez más vulnerable, cae en las redes de la confusión y la desesperanza, y su vida se va volviendo gris. Y guarda silencio”.
Guardar silencio. Seguramente eso es lo que hizo durante mucho tiempo esa mujer a la que su exmarido ha enterrado en vida arrebatándole para siempre a sus hijas de 6 y 1 año, hundiéndolas en el fondo del mar para que nunca volvieran a los brazos de su madre. Esa madre que callaba los gestos altivos, las frases hirientes, esas señales frecuentes de maltrato psicológico que suelen terminar en tragedia. Y una vez más, la historia terminó de la peor manera: quitando la vida a dos niñas inocentes, sus propias hijas, solo para hacer un daño infinito a su madre. Violencia vicaria, se llama este horror. No puedo imaginar una crueldad mayor. No puedo imaginar lo que será la vida de esta mujer condenada para siempre a sobrevivir con el alma rota en mil pedazos. Echando de menos la risa de esas niñas que eran su alegría y tendrían que estar con ella jugando felices al sol de su tierra, ajenas a la maldad de un padre que ha preferido que sean sirenas varadas en el fondo de un mar oscuro antes que verlas crecer como princesas, protegidas, mimadas, en un entorno de amor.
Quizá él mismo esté también bajo el mar y aparezca cualquier día cerrando el ciclo de una crueldad sin límites: mato a mis hijas, las hago desaparecer para que nunca su madre pueda encontrarlas, condenándola de por vida a la más terrible de las incertidumbres, y luego me suicido... Con lo fácil que habría sido devolverlas a su madre, ponerlas a salvo, como hizo con su perro, y después quitarse la vida si es lo que quería. El padre de las niñas, que tenía el deber de protegerlas, prefirió parar el latido de sus párvulos corazones antes que ver feliz a su madre. Hay amores que siguen matando. Anna y Olivia no volverán a ver el sol.