Amores que siguen matando

Columna de Margarita García-Galán

Cuando son ya 20 las mu­jeres asesinadas por sus pa­rejas o exparejas en lo que va de año,  retomo al­gunos párrafos del artículo Amores que matan, que publiqué hace ya algunos años y que, la­men­ta­ble­mente, sigue estando de ra­biosa actualidad.

“Otra vez la noticia de siempre, otra víctima de la violencia de género. Otra mujer sin pulso tirada en el suelo, cubierta de sangre. Su pareja acabó con ella, ‘la maté porque era mía’. Me sobrecoge pensar la can­tidad de mujeres inocentes que pierden la vida por esa violencia. La violencia siem­­pre es violencia, pero a esta hay que ponerle nom­bre y apellidos porque siem­pre son los mismos, por idénticos motivos... Las víctimas empiezan soñan­do con príncipes azules y acaban durmiendo con su enemigo, un desconocido que se ha convertido en sapo. El proceso es lento. Dicen los expertos que los maltratadores no lo son desde el principio; em­piezan diciendo “te trataré como una reina” y poco a poco van anulando las personalidades, aplastando la autoestima de sus pa­re­jas hasta hacerlas sentir cul­pables hasta de existir. Di­ce Rojas Marcos, ha­blando de la autoestima, que “las personas va­pu­lea­das, sometidas por fuerzas irresistibles, de excesiva dependencia, se sienten in­defensas, se desmoralizan, se desconectan de sí mis­mas y pierden su sentido de la identidad”. Un in­sulto, después un ramo de flores. Un gesto altivo, una caricia. Una frase hiriente, una cena con champán… Son las puntas de carácter, el ser y no ser del perfil del maltratador. Primero, el maltrato es psicológico, y está tan bien estudiado, tan medido, que la víctima, cada vez más vulnerable, cae en las redes de la con­fusión y la desesperanza, y su vida se va volviendo gris. Y guarda silencio”.

Guardar silencio. Segu­ra­mente eso es lo que hizo du­rante mucho tiempo esa mujer a la que su exmarido ha enterrado en vida arre­ba­tán­dole para siempre a sus hijas de 6 y 1 año, hun­dién­dolas en el fondo del mar pa­ra que nunca vol­vieran a los brazos de su madre. Esa madre que callaba los gestos altivos, las frases hirientes, esas señales fre­cuentes de malt­rato psi­cológico que suelen ter­minar en tragedia. Y una vez más, la historia terminó de la peor manera: qui­tando la vida a dos niñas inocentes, sus propias hi­jas, solo para hacer un da­ño infinito a su madre. Violencia vicaria, se llama este horror. No puedo ima­ginar una crueldad mayor. No puedo imaginar lo que será la vida de esta mujer condenada para siempre a sobrevivir con el alma rota en mil pedazos. Echando de menos la risa de esas niñas que eran su alegría y tendrían que estar con ella jugando felices al sol de su tierra, ajenas a la maldad de un padre que ha pre­fe­rido que sean sirenas va­radas en el fondo de un mar oscuro antes que ver­las crecer como princesas, protegidas, mimadas, en un entorno de amor.

Quizá él mismo esté tam­bién bajo el mar y aparezca cualquier día cerrando el ciclo de una crueldad sin límites: mato a mis hijas, las hago desaparecer para que nunca su madre pueda encontrarlas, con­de­nán­do­la de por vida a la más terrible de las incer­ti­dum­bres, y luego me suicido... Con lo fácil que habría sido devolverlas a su madre, ponerlas a salvo, como hizo con su perro, y después quitarse la vida si es lo que quería. El padre de las niñas, que tenía el deber de protegerlas, prefirió parar el latido de sus párvulos corazones antes que ver feliz a su madre. Hay amo­res que siguen matan­do. Anna y Olivia no vol­verán a ver el sol.