Balada de invierno

Columna de Margarita García-Galán

Oigo cantar a Serrat mientras veo llover por la ventana. Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve... Su preciosa balada de otoño envuelve mi tiempo en esta mañana de invierno que invita a la pe­reza, a no hacer nada, si acaso a dejar volar el pensamiento en alas de esa música, que añade melancolía a este día lluvioso que nubla el paisaje con un cierto halo de tristeza. Llueve, detrás de los cristales llueve, y la música mojada del agua salpica los cristales con un armonioso repiqueteo que desliza las gotas de lluvia, di­bujando caprichosas formas transparentes que serpentean en el cristal como si fueran lá­grimas. Llueve porque llora el cielo, me decían, cuando era pequeña, en el pueblecito don­de el agua caía sin descanso durante días y días. Pues sí que está triste el cielo, pensaba yo.

Al son de la lluvia mansa de un enero recién estrenado, pienso en el año que se ha ido, auténtico annus horribilis, que nunca pude imaginar te­ner que vivir. El cielo tendría que haber llorado amar­ga­men­te cada día, cada hora, ca­da minuto de este tiempo te­rrible al que nos condenó una pandemia que silenció la música alegre de lo cotidiano y la convirtió en un réquiem por todo lo hermoso que per­dimos. De repente, lo normal se nos hizo inalcanzable: pa­sear entre la gente, ir al cine o a un concierto, abrazarnos, su­bir apretujados en el as­cen­sor... Olvidamos perfilarnos los labios, vestirnos para la ocasión, ponernos los pen­dien­tes que se nos enganchan con las omnipresentes masca­rillas que nos defienden del vi­rus, ese intruso que sigue có­modo entre nosotros y nos partió la vida en dos: antes y después de él. Solíamos, al em­­­pezar un nuevo año, hacer ba­lance de lo vivido, y nos ha­cíamos el propósito de cam­­­­­­biar algunas cosas y em­pe­zar otras nuevas. Adel­­­­­­­gazar, es­cri­bir una novela, viajar a Flo­rencia... Pero el balance del año que se fue no puede ser más oscuro. Mucho dolor, mucha incertidumbre, mucha gente sufriendo. Y entre tanta tristeza, aún nos sentimos afortunados por estar sanos. Privilegiados por estar vivos.

Las navidades pasaron con pe­na y sin gloria. Por pri­mera vez en mucho tiempo me ol­vi­dé del Nacimiento y del árbol que iluminaba el comedor. El ceremonial de lo tradicional se quedó en sus cajas de car­tón a la espera de tiempos me­jores, y los pro­pó­sitos para el nuevo año se desdibujaron con la cruda realidad. Todo pasó a un se­gundo plano con un único de­seo para el año nuevo: que vuelva a ser nor­mal. Ni feliz ni próspero, solo nor­mal, na­da más y nada me­nos que normal. Llueve, so­­­bre los par­dos tejados llue­ve... La llu­­via, el viento y la nieve, con­vertidos en bo­rras­ca con nom­bre de mujer, pin­tan me­­­­­dia España de blan­co y la otra media naufraga a la de­riva en torrentes de agua y barro. Filomena ha puesto la guinda al pastel del in­for­tunio, haciendo más de­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­sa­­pacible el mar donde se en­cresta, amenazante e in­mi­­sericorde, la tercera ola de la pandemia.

Sobre los pardos tejados que veo desde mi ventana, llueve. Cae la lluvia con el canto triste de melancolía que dice la balada que me acompaña, a veces como un murmullo, a veces como un lamento, y a veces viento. El cielo tiene sobrados motivos para llorar sin complejos. Llo­rar con un llanto amargo por todos los que se han ido. Por los que esperan su­friendo en camas de hos­­­­pitales pen­san­do con an­gustia si se es­tará quemando su último leño en el hogar. Llorar por el can­sancio de los que están al pie del cañón cuidándonos desde el prin­cipio. Llorar también, con rabia, por los irres­pon­sables que siguen viviendo como si no pasara nada; su falta de empatía con los que su­fren me revuelve el es­tómago.

Ha dejado de llover. El cie­lo de Málaga se abre tí­mi­da­men­te regalando a mi ánimo una tregua de luz. La mañana se despierta de su letargo gris y el horizonte se aclara con esa  milagrosa va­cuna color esperanza. 
Mien­­­­­­tras tanto, inmersa en los claroscuros que enfrían las musas, escribo mi particular balada de in­vierno esperando que pase la tormenta.

Que llegue la calma. 

Que salga  el sol.