Balada de invierno
Oigo cantar a Serrat mientras veo llover por la ventana. Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve... Su preciosa balada de otoño envuelve mi tiempo en esta mañana de invierno que invita a la pereza, a no hacer nada, si acaso a dejar volar el pensamiento en alas de esa música, que añade melancolía a este día lluvioso que nubla el paisaje con un cierto halo de tristeza. Llueve, detrás de los cristales llueve, y la música mojada del agua salpica los cristales con un armonioso repiqueteo que desliza las gotas de lluvia, dibujando caprichosas formas transparentes que serpentean en el cristal como si fueran lágrimas. Llueve porque llora el cielo, me decían, cuando era pequeña, en el pueblecito donde el agua caía sin descanso durante días y días. Pues sí que está triste el cielo, pensaba yo.
Al son de la lluvia mansa de un enero recién estrenado, pienso en el año que se ha ido, auténtico annus horribilis, que nunca pude imaginar tener que vivir. El cielo tendría que haber llorado amargamente cada día, cada hora, cada minuto de este tiempo terrible al que nos condenó una pandemia que silenció la música alegre de lo cotidiano y la convirtió en un réquiem por todo lo hermoso que perdimos. De repente, lo normal se nos hizo inalcanzable: pasear entre la gente, ir al cine o a un concierto, abrazarnos, subir apretujados en el ascensor... Olvidamos perfilarnos los labios, vestirnos para la ocasión, ponernos los pendientes que se nos enganchan con las omnipresentes mascarillas que nos defienden del virus, ese intruso que sigue cómodo entre nosotros y nos partió la vida en dos: antes y después de él. Solíamos, al empezar un nuevo año, hacer balance de lo vivido, y nos hacíamos el propósito de cambiar algunas cosas y empezar otras nuevas. Adelgazar, escribir una novela, viajar a Florencia... Pero el balance del año que se fue no puede ser más oscuro. Mucho dolor, mucha incertidumbre, mucha gente sufriendo. Y entre tanta tristeza, aún nos sentimos afortunados por estar sanos. Privilegiados por estar vivos.
Las navidades pasaron con pena y sin gloria. Por primera vez en mucho tiempo me olvidé del Nacimiento y del árbol que iluminaba el comedor. El ceremonial de lo tradicional se quedó en sus cajas de cartón a la espera de tiempos mejores, y los propósitos para el nuevo año se desdibujaron con la cruda realidad. Todo pasó a un segundo plano con un único deseo para el año nuevo: que vuelva a ser normal. Ni feliz ni próspero, solo normal, nada más y nada menos que normal. Llueve, sobre los pardos tejados llueve... La lluvia, el viento y la nieve, convertidos en borrasca con nombre de mujer, pintan media España de blanco y la otra media naufraga a la deriva en torrentes de agua y barro. Filomena ha puesto la guinda al pastel del infortunio, haciendo más desapacible el mar donde se encresta, amenazante e inmisericorde, la tercera ola de la pandemia.
Sobre los pardos tejados que veo desde mi ventana, llueve. Cae la lluvia con el canto triste de melancolía que dice la balada que me acompaña, a veces como un murmullo, a veces como un lamento, y a veces viento. El cielo tiene sobrados motivos para llorar sin complejos. Llorar con un llanto amargo por todos los que se han ido. Por los que esperan sufriendo en camas de hospitales pensando con angustia si se estará quemando su último leño en el hogar. Llorar por el cansancio de los que están al pie del cañón cuidándonos desde el principio. Llorar también, con rabia, por los irresponsables que siguen viviendo como si no pasara nada; su falta de empatía con los que sufren me revuelve el estómago.
Ha dejado de llover. El cielo de Málaga se abre tímidamente regalando a mi ánimo una tregua de luz. La mañana se despierta de su letargo gris y el horizonte se aclara con esa milagrosa vacuna color esperanza.
Mientras tanto, inmersa en los claroscuros que enfrían las musas, escribo mi particular balada de invierno esperando que pase la tormenta.
Que llegue la calma.
Que salga el sol.