Campo de amapolas
A José Marcelo
Alguna vez he contado que, cuando aún peinaba trenzas, ocupaba mucho de mi tiempo intentando hacer versos, coqueteando impúdica con la poesía. Buscaba palabras hermosas que rimaran con mis párvulas emociones, para que fueran visibles al mundo. Yo quería que se hicieran eternas, que vivieran para siempre en los brazos de seda de un verso inmortal. Pero aquella explosión de sentimientos nuevos que entre- tenía mi tiempo seguía volando libre como una mariposa, escapando a mi empeño de apresarla en el papel. Y en vez de versos, escribía frases confusas, desiguales..., renglones torcidos que eran sólo el latido arrítmico de un joven corazón embelesado con la belleza, apasionado de la vida, enamorado de todo. Entre rimas y quimeras, la poesía fue mi amor imposible.
Pienso en ello leyendo los versos de un poeta con el que charlo de vez en cuando. Es una persona amable, cercana, solidaria... Un amigo entrañable, de esos que te dan abrazos tan de verdad como los versos que escribe. Cuando llegue el invierno / y el hielo cubra los campos / para nada me sirve el recuerdo / de que fue un campo de amapolas. Con José Marcelo, escritor, poeta, compañero de columna en este periódico, he hablado muchas veces de poesía. Él, con su voz sonora, me invita a escribir versos. Yo, con mi desorden de musas perezosas, le digo que no, que lo mío es otra cosa. Que el poeta es él. Que lo suyo es una pasión de siempre y para siempre; lo mío sólo un coqueteo, un amor fugaz.
Me sorprenden sus libros, sus poemas, y me admira su capacidad para ahondar en la filosofía descarnando raíces, conjugando emociones, fundiendo en un verso el sentir profundo del pensamiento con el calor y el color de palabras sencillas que lo hacen aún más hermoso. Yo quiero ser la tierra / Esa tierra que aguarda la memoria / de la semilla que brota / porque cuando yo me haya ido / nacerán otros campos de amapolas. Entre la sutil belleza de un ejército de rojas amapolas paseé una tarde de mayo haciendo un alto en el camino. Estaba triste, había perdido un afecto cercano y toda la luz de mayo se volvió de repente gris. Pero aquel campo florido, donde miles de amapolas bailaban cimbreando sus tallos al son de la brisa, me devolvió la esperanza. La vida sigue, pensé. Estas flores hermosas que danzan al son de una música de primavera se secarán cualquier día, se apagarán los colores de su belleza breve y se rendirán sus tallos al calor del sol y a la fuerza del viento. Pero habrá más primaveras, más campos de amapolas cuando yo me haya ido. El verso de Marcelo expresa muy bien lo que sentí aquella tarde gris que me dejó una ausencia. La belleza de aquel paisaje florido fue un revulsivo, un estímulo. Una lección de vida.
También lo son mis charlas con él. Caminando junto al mar, o sentados alrededor de un helado, hablamos de la vida, de lo hermosa y lo complicada que es a veces. Él, alma de poeta, la vive con intensidad, buscando lo positivo, lo bello, el lado bueno de lo humano, analizando el alma desde su razón poética, escarbando en la tierra profunda de la filosofía. Me admira su entusiasmo, su curiosidad, su manera de discernir entre lo divino y lo humano, siempre desde la humildad, con esa sencillez cercana y cálida que lo engrandece. Su filosofía tiene alma de verso, y sus versos tienen alma de filosofía. A veces quiero ser como él, sembrar los campos de palabras, hacer versos con las flores bellas que riman con el viento... Pero mis musas, que querrían ser poetas, sólo bailan una danza desordenada en una prosa libre que no entiende de medidas ni acentos. Marcelo es poeta. Canta a la vida desde un sentir sincero con el eco acompasado de la voz sonora del agua, el latido poderoso de un corazón recién nacido y la cadencia mansa de las tardes de lluvia. Yo leo sus versos esperando que broten las semillas de las palabras que sembró con mimo en el papel.
Ajenas a él y a mí, las amapolas florecerán, seguirá su belleza etérea adornando los campos de mayo. Indiferentes al sol y al viento, y a la pena de cualquier ausencia.