El canto más triste

Se cumplen ahora vein­te años del 11M, aquel horror sangriento que nos despertó una mañana con sonidos e imágenes escalo­frian­tes del atentado te­rrorista que costó la vida a ciento noventa y dos personas.

Escribí sobre ello tres años después, cuando en homenaje a su recuerdo, en Atocha sonó un violonchelo con trino de pájaros. Venían de todas partes: de las sierras, de los campos de amapolas, del Retiro, de los trigales verdes; hasta las oscuras golondrinas de Bécquer volvieron para unirse a ellos. Tenían que cantar en Atocha, en una estación donde, tres años antes, ciento noventa y dos personas esperaban un tren. Iban a sus trabajos, a sus colegios, a sus médicos, y cogieron el tren, el último tren. El humo negro del horror lo envolvió todo, el tren entró en vía muerta y se fueron 'de Madrid al cielo'. Sonaba el violonchelo a lamento, dulce, intenso, desgarrado. Mirlos, gorriones, ruiseñores, golondrinas, vencejos..., todos cantaban con él, sus trinos escapaban de sus cuerdas queriendo paliar la tristeza, el luto desconsolado de familiares que lloraban con el llanto más amargo, sabiendo que nunca más volverían a sentir el sosiego de unos ojos, el calor de unos brazos. La música sonaba rompiendo el sobrecogedor silencio, que se podía cortar. Y nunca un canto de pájaros fue tan triste.
Una gigantesca cúpula de cristal guarda los nombres de los inocentes. Están atrapados en su cárcel trans­parente, visibles, mudos y fríos. Las ciento sesenta toneladas de cristal pesan menos que su ausencia. Veinte años después de aquel dolor punzante, desgarrado, que arrebató la vida a tantos inocentes y a tantos otros que se quedaron para siempre sin ellos con su vida rota, todavía se sigue debatiendo sobre la autoría de aquel espantoso atentado. Al dolor inmenso de tan luctuoso suceso, se añade la incertidumbre que algunos siguen manteniendo viva; espurios intereses, oscuros mensajes... Ni el dolor más sangrante frena la intolerancia. El canto de los pájaros es una canción de paz. Pau Casals, que la hizo popular con su violonchelo en todos sus conciertos, contaba que los pájaros cuando volaban decían precisamente eso: “Paz, paz, paz”. Qué pena que el mensaje de estos pacíficos cantores alados, que adornan nuestros cielos con sus piruetas alegres y su canción libre, no convenza a los intransigentes del mundo, que en vez de cantar la paz, agitan ruidosos tambores de guerra que siembran el dolor en los trigales y en los campos de amapolas. Un sonido ácido, estridente, que hiere los oídos  y el alma. Nunca me pareció el mundo tan revuelto, tan convulso, tan descorazonador. Con lo hermoso que sería dejarse llevar por esa canción de paz que cantan a coro los pájaros, cantautores de las primaveras, que escriben con sus trinos las más bellas canciones de libertad; que no volviera a saltar por lo aires ningún tren, dejando en el andén el humo más negro, el luto más amargo, el silencio más frío. El más crudo invierno latiendo en los corazones. Qué hermoso sería que sonara el himno de paz de los pájaros, en vez de esos ruidos asonantes, con acordes de guerra y desconsuelo, que matan y dejan sin vida a los que no mueren.

Veinte años después, oigo el violonchelo de Pau Casals. Mientras escribo, su música es un sedante para el dolor del recuerdo. El tiempo pasa y las heridas se van cerrando, va quedando lejos aquella espantosa mañana envuelta en humo y lamento, y el sonido atroz de las bombas que cerró los ojos, acalló las voces, ensordeció el paisaje y dejó un erial de vidas rotas. Pero nunca olvidaremos el dolor amargo, inconsolable, de aquellos que lloraban su pena oyendo cantar a los pájaros escondidos en un violonchelo. Paz, paz, paz...

Que la paz que cantan los pájaros cuando vuelan alegres en primavera, sea para los que se fueron, para esas almas que duermen su sueño eterno en luminoso cristal. Y para los que no se fueron, toda la fantasía del mundo para que puedan soportar la horrible realidad de su ausencia.

Paz, paz, paz... Ojalá que un canto tan bello nunca vuelva a ser tan triste.