El mar de Eduardo
Miles de peces aparecen en la playa dibujando el perfil más frío de la cálida arena del Mar Menor. Los peces se amontonan moribundos en la orilla que acoge sus últimos momentos, su intento desesperado de aferrarse a la vida antes de perecer. Las imágenes tristísimas de sus pequeñas bocas abriéndose buscando inútilmente el oxígeno que no llega, nos descorazonan. Sentimos la misma impotencia que cuando vemos que un monte o un bosque se queman. Impotencia, rabia, tristeza...
Todo eso siente ahora ese amigo murciano, joven de espíritu libre, para quien el Mar Menor es mucho más que un mar: es ‘su’ mar. No en vano él, que nació entre naranjos, sintió desde siempre la atracción irresistible por los cantos de sirenas de ese mar cercano que lo vio nacer, que lo acunó de pequeño con el susurro acompasado de sus olas mansas; que envolvió su infancia de ese azul intenso que tanto gustaba a su abuela, la señora entrañable que mecía a sus nietos mirando al mar, cantando nanas azules con acento panocho... El mar pintó de azul los sueños de Eduardo. Fue para él su refugio, su confidente, su amigo más fiel. Yo sólo quiero vivir en el mar, me dijo una vez. Por eso, en sus años de estudiante se sentía perdido, no encontraba el camino a seguir: la brújula de su alma sólo señalaba el mar. Y de mar se llenó su vida, pasaba su tiempo de soledad elegida en el pequeño barquito con nombre familiar que le esperaba siempre con sus velas abiertas; allí pasaba las horas pensando, navegando, leyendo, pescando, poniendo a punto el timón. Curtiendo al sol y al viento su alma libre, preparándose para dejar de ser marinero en tierra. Desplegando las velas que eran sus alas para emprender, con vientos favorables, la travesía de su vida, que era salada y azul.
Siguiendo el camino que su brújula marcaba, Eduardo se bebió los libros para aprobar la teoría sobre barcos y navegantes, porque navegar ya sabía desde siempre. Y navegó por los mares del mundo poniendo a prueba su destreza y reafirmándose en aquello que me dijo una vez: yo solo quiero vivir en el mar. Surcando los mares atracó un día en el puerto de Málaga. Desnudos sus brazos fuertes, curtido de sol y sal, bebiéndose los vientos cambiantes que saben a brea, formaba parte de la tripulación de la Nao Victoria, réplica de aquella capitaneada por Elcano que dio la vuelta al mundo en 1522. Nos enseñó el barco, un precioso ‘cascarón de nuez’ vestido de historia con seis velas blancas henchidas de aventuras, y nos decía con entusiasmo que su sueño era dar la vuelta al mundo navegando. El joven murciano, corazón de marino y alma bohemia, se sentía feliz a merced del viento, sin miedo a las mareas ni a la mala mar. Su pasión por el mar empezó cuando aún jugaba a la sombra del árbol “de toda la vida”. Pienso en él siempre que veo las noticias del Mar Menor, sé lo que sufre viendo de cerca el deterioro constante de esas aguas tranquilas que bañaron su infancia. El mar amigo sabe mucho de este marinero nato que admira a Blas de Lezo y adora a su perro Viento, y disfruta durmiendo en su barquito al abrigo de un cielo de estrellas cómplices que vigilan su sueño. Él respira mar, la brisa marina es el oxígeno que ensancha su espíritu y refuerza su filosofía: “Sólo Dios y el mar me juzgarán”.
Llora el mar. Su llanto de lágrimas saladas no es sólo el temor en verso de aquel poeta sensible que lo amaba tanto. “Sería terrible saber que lloras por las noches, oh mar”, decía Joaquín Lobato. El llanto del mar es un hecho, una cruda realidad. El mar se duele, y su lamento triste de olas cansadas es un réquiem amargo que se oye de noche y de día. Toneladas de peces agónicos nos muestran en la playa la imagen más triste, la crónica de una tragedia anunciada. Vertidos industriales en exceso, subida de la temperatura del agua, políticas inadecuadas y, entre unos y otros, las praderas marinas se han convertido en una tóxica ‘sopa marrón’ que mata. Maltratado, indefenso y olvidado, el mar se muere.
Entiendo la pena de Eduardo, comparto su tristeza. Su mar es también mi mar.