Esos días azules

Artículo de Margarita García-Galán

Escribo este artículo después de leer un li­bro que me ha devuelto, verso a verso, a un tiempo lejano. Un tiem­po de ayer, un tiempo temprano que se me aparece vestido de rosa entre amarillos de sol y azules de cielo, envuelto en  lazos de seda y claroscuros de melancolía. Volver a ese tiem­po es una querencia involuntaria, un querer y no poder volver a vivir instantes fugaces que se quedaron prendidos en mi retina infantil y que se asoman de cuando en cuando al balcón de mi memoria. Volver a esos días azules y a ese sol de la infancia que Machado convirtiera en verso. Su último ver­so. Estos días azules y este sol de la infancia es un libro hermoso, un ramillete de versos que distintos poetas dedican a aquel que dijera un día: “Mi infancia son recuerdos de un pa­tio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero...”. 

Saboreando la miel de las torrijas y empezando a notar el embriagante perfume de azahares de naranjos cercanos, voy sintiendo, página a página, el arrítmico latido de los poetas, que van dejando jirones de vida entre cielos azules y soles de infancia. Me uno a ellos. Mi corazón late con un ritmo nostálgico evocando momentos que fueron y ya no son. El paso del tiempo se me aparece con su caminar constante, avanzando inexorablemente. Sin detenerse. Sin mirar atrás. Entonces me detengo en un verso y vuelvo los ojos mirando a otro tiempo. Veo niños con los ombligos al aire jugando en la plaza, junto a una iglesia que repica sus campanas llamando a misa mientras las cigüeñas aletean en su nido ajenas a credos y devociones. Me admira la estética de su ajetreo colocando con mimo las ramas del nido, con sus largos picos abriéndose al aire, crotorando su canto de amor. 

Días azules iluminando veredas verdes, frondosas de higueras y de castaños. Rayos de sol traspasando el cristal de las charcas de ríos cantarinos donde juncos y libélulas bailan incansables al ritmo del agua. Silencio en las cumbres de la majestuosa sierra que dibuja el perfil del paisaje. Humos de chimeneas nublando la vida sencilla de un pueblo verdeado de pinos que perfuman el aire. Risas de niños jugando a las canicas. Mujeres vestidas eternamente de luto, sentadas al fresco en las tardes del verano. Sus faldas largas, sus moños grises, sus pendientes dorados. Las puertas de las casas abiertas, las parras enseñando las uvas, las higueras endulzando la calle... “Hay días tan azules de fragancia / que acuden como un mar lleno de ciervos / trayendo el sol perdido de la infancia”. Versos en homenaje a Machado que me envuelven el ánimo calentando el recuerdo de mis soles perdidos. Que me abrigan el alma. Que me devuelven al mágico ayer que se fue desdibujando poco a poco con el paso del tiempo. Serenamente, sin sobresaltos. “Ahora que me estoy haciendo viejo / se vuelve más presente mi pasado...”. El recuerdo de Machado está presente en todos y cada uno de estos versos hermosos que me ha encantado leer. Todos inspirados en ese último verso que apareció en un papel en el fondo de  un bolsillo de su gabán: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Un verso breve, intenso, que se escapó de un papel arrugado y se hizo inmortal. Una voz que suena a despedida, un adiós dolorido que evoca los cielos perdidos. En tan pocas palabras, tanta vida latiendo, tantos soles luciendo. Machado me conmueve, como esos recuerdos que a veces me hacen reír y a veces me hacen llorar. Me emocionan sus versos, me empujan a pensar en lo hermoso de la vida, a desgranar momentos fugaces, a desnudar el alma de la mujer que siempre va conmigo. Con ellos paseo del brazo por senderos verdes y huertos claros donde perfuma el azahar de un limonero. 

La infancia se me fue quedando atrás, a pesar de mi empeño en retenerla. Pero la guardé en un verso breve que escondí celosamente en la quietud de un bolsillo imaginario. Y allí sigue, entre azules intensos de cielo y de mar, bajo el sol apacible de la infancia. Un sol que sigue iluminando el camino. Un sol brillante que calienta todavía.