Flores de ausencia
Pensaba escribir hoy sobre una hermosa calle que acostumbro a pasear por las mañanas, pero un encuentro fortuito con una amiga me ha hecho cambiar de tema. Ella está pasando el duelo de haber perdido a un ser querido de forma inesperada, y lleva en las manos un ramo de crisantemos, esas flores que inevitablemente nos recuerdan a los que ya no están. Son flores tristes; hermosas, pero tristes. Guardan entre sus pétalos un frío de invierno y huelen a pena y ausencia. Mi amiga se las lleva a quien amó toda la vida y me cuenta que le consuela saber que él está allí viendo, sintiendo cómo le siguen queriendo los que están de luto por él. Me habla de eso, y de otras cosas, con una certeza que me impacta, pero su creencia choca contra el muro de mi escepticismo irredento. La oigo en silencio, me queda lejos lo que dice y casi envidio poder creer como ella eso de que “él está allí”.
Pienso en una plegaria anónima que leí hace tiempo y que he vuelto a leer ahora: No te acerques a mi tumba sollozando, no estoy ahí. Estoy en el viento que te acaricia, en las plantas que riegas cada día, en las estrellas que brillan de noche sobre tu hogar... Pienso lo mismo: el alma que se fue, a su hora o a destiempo, está aquí, entre las cosas que amó. En el sillón donde leía, en la ventana donde tomaba el sol, en la cocina donde preparaba el café, en la cama cálida donde se abrazaba a los sueños...
Así lo siento yo. Ellos, los ausentes, siguen viviendo porque los recordamos, porque seguimos amando lo que amaron ellos. No me consuela nada ir ese día lúgubre que marca el calendario al lugar silencioso donde las flores se marchitan porque se riegan con penas. Dice un amigo sensible que a las flores hay que hablarles con alegría, decirles cosas bonitas para que se mantengan hermosas, pero, qué les puedes decir junto a una lápida fría que guarda lo que ya no es nada? No te acerques a mi tumba sollozando, no estoy ahí.
Solemos vivir estos días de noviembre con la ‘obligación’ de visitar los cementerios, porque si no lo hacemos, es como si hubiéramos olvidado a los que nos dejaron. Recuerdo las veces que acompañaba a mi madre a llevar flores a mi padre. Yo siempre iba con desgana, lo hacía por ella más que por mí. Recuerdo que se sentaba en un banquito que llevaba y se pasaba un buen rato hablando, rezando, mirando el nombre, la fecha, el recordatorio... Ella hablaba y rezaba; yo imaginaba a mi padre lejos de allí. En su sillón junto a la ventana, o dormitando en su hamaca, o comiendo cerezas en verano, o escuchando ensimismado esa Mazurca de las sombrillas que tanto me gusta a mí. En cualquier sitio lo imagino, menos allí, entre flores que palidecen con los suspiros y el eco cercano de llantos anónimos. Estoy en la sonrisa de tus hijos, en los pájaros que cantan en tu ventana... Mi madre, como mi amiga, creía en esa otra vida donde están los que se van. De alguna manera, poder tener la certeza de saberlos ‘vivos’ en un paraíso que nadie ha visto y del que nadie vuelve, debe ser un consuelo. Pero ese consuelo no está al alcance de cualquiera. ¿Qué hacemos si dudamos de todo, si pensamos que tras la sutil frontera sólo hay silencio?
No me consuela caminar por la senda gris que me lleva a donde crecen tristes los cipreses. No me consuela llorar ni rezar, ni leer los nombres, que ahora son dos, ni llevar flores tristes que sólo huelen a ausencia. Ese camino de noviembre me lleva al frío, a sentir el pellizco de lo inevitable, a estar triste aunque brille el sol y canten los pájaros. Aunque sienta aún unas ganas enormes de cantar a la vida, que me ha dado tanto. No quiero esas flores que saben a amargas despedidas; prefiero los nardos, o los jazmines, o las margaritas que me traen y me llevan a tiempos felices, a días de vino y rosas. No quiero afligirme pensando que el esplendor en la hierba se acaba, prefiero pensar que la gloria en las flores permanece, como el amor de los afectos perdidos, porque la belleza subsiste en el recuerdo.
Por eso, no te acerques a mi tumba sollozando... No estoy ahí.