Imagina

Columna de Margarita García-Galán

Con el corazón con­va­le­cien­te aún del zarpazo de una pandemia atroz que arañó gravemente nuestras vidas; con los ojos y los oídos doloridos todavía por el fuego y el so­bre­co­gedor rugido de un volcán que despertaba escupiendo su furia ardiente, arrasando paisajes llenos de vida que se quedaban yermos, sin vida, bajo la lava que discurría im­parable devorando todo a su paso... Con el ánimo mermado por inesperadas y horribles tragedias que nos hicieron ver lo infinitamente pequeños que somos, sentí que la vida se nos puede acabar en un instante. Que somos cristal, tremendamente vulnerables ante la fuerza silenciosa de un virus letal o el azote de la naturaleza dormida que se des­pertó de la peor manera, dejando una estela humeante y negra que enterró las casas y los sueños de tantos, y nos encogió, aún más, el corazón herido.
 Y entonces llegó la guerra. Una guerra que se anunciaba desde hacía tiempo, que se leía entre líneas en el relato de esa hoguera de vanidades que es la política, pero que pocos pensaban que pudiera ser real. Y empezamos a ver otras estampas de horror y muerte al son de sirenas estre­mecedoras anunciando la barbarie. Imágenes horribles, sangrientas, de una crueldad sin límites. “Vivir una guerra es lo peor que hay, deja mucha muerte, muchas vidas rotas y muchas heridas abiertas. Se levantan unos, se defienden otros, entran en liza las ambiciones y al final perdemos todos”. Lo oí muchas veces en ese tiempo lejano donde el recuerdo amargo y las secuelas de una guerra terrible planeaban entre la gente, eternamente de luto, que so­bre­vivían con su dolor a cuestas en aquellos pueblos donde yo jugaba, ajena aún a esas historias tan tristes y oscuras que me daban miedo. Mucho miedo.
Lo recuerdo ahora mientras veo sobrecogida las noticias de esta guerra moderna, absurda y atroz, incomprensible en pleno siglo XXI, que va dejando imágenes horrorosas, des­co­razonadoras, de ciudades destruidas y vidas rotas, ma­­chacadas por esas bom­bas que silencian las pa­­­­­­­labras y defienden lo in­de­fendible. Niños que llo­ran descon- soladamente, fa­mi­lias que huyen despavoridas con sus hijos, sus mascotas, sus maletas... 
No hay pa­labras para calificar ese ho­rror, me faltan adjetivos para con­denarlo. Un horror en directo que nos tiene el alma en­cogida. Un horror pla­­ni­ficado por mentes obtusas que no entienden de diálogo. Un horror frío que contemplas desde la distancia sentado cómodamente en tu sofá mientras el sol calienta gratamente tu espalda. Imagino a toda esa gente viviendo la vida en paz... Imagino a Lennon imaginando un mundo mejor. Imagine there’s no heaven... Y pienso que el sol no es igual para todos. El sol está ausente en esas vidas inocentes, heladas, que están a merced de ideas miserables que se defienden desde lujosos despachos, cómodos y calentitos, mientras otros se mueren, entre el frío y la pena, peleando valientemente por la tierra donde quieren seguir viviendo.

Imagino ese mundo de Lennon donde no hubiera nada por lo que matar o morir, sin infierno debajo y con un cielo limpio sobre nosotros, y me pregunto qué pasaría si los que deciden las guerras -cualquier guerra- tuvieran que com­ba­tir ellos mismos, en primera línea de fuego, en vez de firmar órdenes de destrucción y muerte sin que les tiemble el pulso, en sus lujosos palacios, a salvo de esas balas y bombas que siempre matan a otros... Imagino lo distinto que sería y lloro cada día viendo el horror. Lloro de impotencia, de rabia y de pena por esos pueblos masacrados, por tanta gente inocente que ya no podrá ver el sol. Sólo porque alguien sin alma se inventó una guerra en vez de soñar la paz. Y vuelvo a sentir miedo, un miedo irracional por un futuro cada vez más incierto. Puedes pensar que soy un soñador, pero no soy el único. Imagina a la gente viviendo la vida en paz... Lo imagino con tristeza mientras el mundo se desmorona. Aunque queden soñadores, el sueño se desdibuja. 

Imagine, el más bello himno de paz, es más que nunca una utopía.