La cueva de los murciélagos
Artículo de Margarita García-Galán
De entre las muchas noticias que últimamente me causan tristeza y desasosiego, el rescate de los niños en la cueva de Tham Luang me ha tenido, especialmente, el corazón encogido, hasta que por fin la odisea terminó felizmente para ellos. Con un impresionante despliegue de medios, pudimos seguir, día a día, las complicadísimas tareas de una operación de rescate que ha dado la vuelta al mundo. Todo medido, calibrado y realizado por magníficos profesionales acostumbrados a dejarse la piel salvando vidas. Ellos, verdaderos héroes, respiraron con alivio cuando todo acabó; estaban contentos, satisfechos, aunque lamentando la ausencia del compañero que se quedó en el camino. Se quedó sin aire transportando aire, y no pudo ver el final feliz de estos niños futbolistas, ‘Jabatos salvajes’, que estuvieron a punto de no ver más la luz del sol.
Para los que tenemos una considerable pincelada de claustrofobia, ver a esos niños en una cueva inhóspita, sin luz, sin comida y con la incertidumbre horrible de saber si les encontrarían, era doblemente agobiante. No puedo imaginar siquiera lo que hubiera sentido allí dentro. Yo, que huyo de las aglomeraciones, de los espacios cerrados, que no pude entrar a las pirámides, que busco siempre la salida más cercana en los conciertos y eventos multitudinarios... Solo pensar en estar dentro de tan lúgubre lugar, me causa pavor.
Pero estuve una vez en una cueva. Cuando era niña, solíamos ir a una finca familiar llena de olivos centenarios. Allí, entre aromáticas mentas, hierbaluisas y lavandas, jugaba en unas enormes piedras llenas de líquenes que me servían para poner a prueba mi destreza intentando emular a las lagartijas y lagartos verdinegros que campaban a sus anchas entre los líquenes y yo. En aquella finca estaba la cueva. Era grande, oscura, tenebrosa y poblada de murciélagos, que colgaban del techo boca abajo apiñados en negros racimos que se movían aleteando cuando alguien interrumpía el silencio de su mundo profanando su letargo, turbando su oscura paz. El día que entré en aquella cueva sin nombre, iba escoltada por mi padre y por el campesino amable que se encargaba de vigilar y cuidar la finca. Él hacía de guía mientras nos adentrábamos en el corazón de tan escabroso lugar bajando por caminos angostos y oscuros que solo veíamos con la luz de unas velas. El campesino nos iba contando que uno de sus hijos entró una vez a buscar setas y se adentró tanto en la cueva que se gastaron sus cerillas y no encontró el camino de vuelta. Nadie sabía que estaba allí; el chaval, al que buscaron por los campos aledaños durante dos días, apareció por fin, y contó que se arrastró por el suelo húmedo sin ver nada, oyendo el aleteo constante de los murciélagos que protestaban por la presencia del intruso, hasta que encontró una tibia claridad que anunciaba la proximidad de la salida. Sin setas, sucio y exhausto volvió a su casa. Oyéndolo contar a su padre, me quedé sin aire y con un pellizco en el estómago que presagiaba mi futura fobia. Este recuerdo, que permanece intacto en mi memoria, se ha avivado con la noticia de Tailandia. Aún guardo el olor a húmedo y a guano de murciélago, y la imagen de aquellos pequeños ‘vampiros’ que colgaban del techo como lámparas de gasa negra que se encendían con la luz de las velas. Y recuerdo al joven héroe solitario que venció al miedo y salió, a tientas y a ciegas, de la cueva de los murciélagos.
En un tiempo donde hay tantos ‘héroes de paja’, que levantan pasiones y devociones hasta el éxtasis solo por ser futbolistas de éxito, olvidamos que los verdaderos héroes son esos que no ganan sueldos millonarios, que trabajan en condiciones imposibles y se dejan la vida salvando vidas. Los niños de la cueva seguro que admiran a Ronaldo o a Messi y quieren ser como ellos, pero ahora saben que los verdaderos héroes trabajan arriesgando sus vidas, regateando el peligro, haciendo pases magistrales, metiendo goles al miedo...
Ganando partidos con balones de oxígeno.