Mala mar

Columna de Margarita García-Galán

Me recuerdo mirando al mar aquella primera vez que me encontré de pronto con su azul. Con mis trenzas al viento, nerviosa y emocionada lo veía bai­lar, cantar su canción de espuma y sal al compás del levante, que también era nuevo para mí. El mar se me acercaba mojando mi asombro y mis pies descalzos con un vaivén alegre que venía, se iba y volvía a venir; todo era nuevo aquella mañana de abril: el mar, el viento, la espuma y el susurro intermitente de esas olas blancas que yo veía danzar con una insólita mirada de estreno. Fue mi primera vez. Mi primera cita con ese mar inmenso, sonoro y bellísimo que entraba por derecho, a golpe de olas, a pintar de azul mis horizontes. Mi atracción por él sería ya una constante. Su misterio, su embrujo, su inmensidad... Su belleza azul me envolvió para siempre. El mar desde aquel día fue un sedante, un compañero de vida, un confidente, un estímulo, una musa fiel. El mar que frecuento es un mar sereno que casi nunca se enfada; se lo decía al amable pescador que veía de vez en cuando en la playa cuando paseaba con mi perro. Él, que tenía el mar tatuado en la piel; que había envejecido entre barcas y redes en su orilla, me decía que sí, pero que no había que fiarse de esa mar dormida que a veces se despierta de mala manera. “A la mala mar hay que tenerle respeto. El mar es vida y también muerte.”

Recuerdo las palabras del curtido pescador mientras contemplo sobrecogida las impactantes imágenes del mar de Terranova, famoso desde que se tragara al Titanic y donde han naufragado muchos otros barcos, ahora también un pesquero gallego. Dicen que faenar en esas aguas es durísimo; las tormentas, las bajas temperaturas, las olas de hielo... Ir allí es jugarse la vida, decía la mujer de un marinero que nunca quiso ir. Veo las imágenes de ese mar encrespado vapuleando a capricho a los pesqueros que intentan mantenerse a flote sorteando el temporal; impresiona verlos aparecer y desaparecer entre esas olas gigantes que se encrespan inmisericordes, domi­nan­tes, altivas, convirtiendo los barcos en cascarones de nuez a la deriva. Sobrecoge imaginar la terrible lucha de los pescadores batién­dose en duelo con esa otra cara del mar: la mala mar. Ayúdanos, somos los pequeñitos pescadores / los hombres de la orilla / tenemos frío y hambre... / no golpees tan fuerte / no grites de ese modo..., dice Neruda en su Oda al mar. Quizá sea esa la plegaria constante de los que esperan a los supervivientes del Villa de Pitanxo, y de esos otros, con mucha menos suerte, a los que sólo les llegará el frío gélido de esas olas de hielo que les arrebató a sus seres queridos. La mala mar, que se tragó al pesquero y se llevó las vidas de esos hombres de la orilla, les  heló el corazón y congeló su futuro. Recuerdo mi charla con el anciano pescador; ese mar apacible que nos ve vivir, que nos serena y nos inspira con su inmensa belleza, esconde mucha tragedia, mucho luto, mucha tristeza.

Necesito el mar porque me enseña / no sé si aprendo música o conciencia / no sé si es ola sola o ser profundo... Neruda me invita a pensar; comparto su fascinación por el mar y la de tantos otros poetas que le cantan. El mar me enseña su música y su misterio, el mar me alienta y me sosiega. El mar me inspira versos que nunca escribiré. Pero mi mar, el mar del que aprendo, es un remanso de paz, una estela brillante, una hermosa marea azul que me baña sin dañarme. Que envuelve mis lúdicas horas,  mi tiempo de estío, mi vida sin sobresaltos. Me estremece pensar en ese otro mar, nada poético, que ahoga los afectos con su furia helada, y donde naufragan los sueños de los que viven de él.

Hay un mar luminoso al que cantan los poetas con versos azules, y hay otro mar rebelde, inhóspito y enfurecido que escribe historias negras de vendavales y batallas perdidas. El Villa de Pitanxo se hundió para siempre en ese abismo profundo y oscuro.

El mar es vida y muerte, me dijo el pescador.