Música para una mariposa

La he visto muchas ve­ces y siempre me sor­­­prende, me fascina y me emociona más y más. La historia de una joven geisha con nom­bre de mariposa con­- ­vertida en música, es un recreo para los sen­tidos. 

El sábado volví a verla, esta vez en directo desde el MET de Nueva York, en la pantalla de un cine que nos acerca la ópera salvando cualquier distancia. Madama Butterfly, de Puccini, una de las óperas más re­pre­sen­tadas, que se estrenó en 1904 en La Scala de Milán, volvía a llenar el teatro, a la vez que nos llenaba los ojos de imágenes bellas con su historia de amor y muerte, y nuestros oídos de una música maravillosa que nos mantenía atentos, casi sin pestañear, en nuestras butacas del cine, siguiendo ensimismados el vuelo de esa grácil   ma­riposa enamorada que nos emocionaba cantando, in­tensa y pura, su felicidad, su miedo, su dolor, su tragedia.

En Japón, la mariposa simboliza a las niñas y mujeres jó­venes y el alma de los vivos y los muertos, y se cree que sus espíritus regresan convertidos en mariposas. La imagen de dos mariposas unidas representa la felicidad conyugal, esa con la que tanto soñaba Cio-Cio-San cuando se casó ilusionada con el marino americano que le prometió volver cuando anidara el petirrojo. En la voz de la soprano Asmik Grigorian, Butterfly se crecía en el es­cenario; dulce, amorosa, temblorosa, cantaba su fe­li­ci­dad junto a Pinkerton bajo un cielo plagado de es­trellas que iluminaba el vértigo de su primera noche de amor. Maravilloso dúo de la soprano y el tenor Jo­na­than Tetelman henchidos de felicidad, ansiando los dos ese primer abrazo. ¡Dolce notte, cuante stelle!, decía ella. ¡Vieni, vieni’, sei mía!, decía él. La frágil mariposa, en­vuelta en la seda blanca de su vestido nupcial casi su­pli­caba: Ámame, ámame aunque sea un poquito. ¡Mi Bu­tterfly, qué bien te han bautizado, suave mariposa! Be­llísimas voces. Bellísimo canto de amor. Decía Claude De­bussy, que “la belleza debe apelar a los sentidos, nos de­be proporcionar un goce inmediato, nos debe im­pre­sio­nar e insinuar sin nin­gún esfuerzo de nues­tra parte”. Esta ópe­ra, esta música ma­­­­ravillosa de Puccini acompañando esas vo­ces excelsas, es un ejem­plo de  belleza que proporciona un goce inmediato.

La puesta en escena, el colorido del vestuario, las luces, las flores, los pájaros, las estrellas iluminando el cielo, brillando en la oscuridad del escenario... Butterfly amando, soñando, esperando siempre, sufriendo su pena de ausencia. Y el niño..., ¡ay, el niño! Un muñeco de madera, una marioneta genialmente dirigida por unas sombras negras donde unas manos invisibles le daban vida. Tanta vida, que emocionaba más que un niño de carne y hueso. Vestido de marinero, con sus ojillos brillantes miraba a su madre con un gesto de amor que  impresionaba, y se dormía en sus brazos mientras el coro de boca cerrada susurraba una canción tristísima que nos sobrecogía. Inenarrable el diálogo mudo de su mirada infantil  oyendo a su madre renunciar a él por amor. Los ojos de ese niño, la música rotunda y solemne que hablaba también presagiando el final... La belleza absoluta envolviendo lo trágico.
Con su kimono de boda, su faja roja y una vistosa flor en el pelo, Butterfly se rendía a su cruel destino. Sus alas de mariposa se cerraban a la vida y moría con honor para no vivir sin honor. Y ajeno a la tragedia, el niño jugaba con una banderita americana. Maravillosa ‘Madama Butterfly’, la música de Giacomo Puccini abrazando magistralmente el vuelo de una dulce mariposa  que supo amar y morir por amor; música sublime para una historia, tristemente hermosa, que nos hacía llorar de pura belleza. La música, siempre la música, apelando a los sentidos, tocando el corazón, revolviéndonos el alma. Un bel di vedremo..., decía Cio-Cio-San soñando con la nave blanca que le traería de nuevo a su amor americano; un sueño imposible que abatió sus alas y  cerró sus ojos para siempre. Pero su espíritu sigue vivo en los amorosos brazos de la música. 

Volando  como los petirrojos entre las flores de los cerezos.