Nómadas del viento

Siempre me han gustado los pájaros. Desde pe­que­ña, su presencia en nuestra casa era una constante, mi hermano era un entusiasta y hábil rescatador de pajarillos desvalidos que se caían de los nidos. 

Amante y conocedor de sus cos­tumbres, identificaba sus trinos sin equivocarse y sabía dónde solían anidar los mirlos, los gorriones, las oropéndolas, los ruiseñores... Le gustaban los pájaros y disfrutaba sacándolos adelante con migas de pan, cerezas, insectos... y especialmente con el empeño y el mimo que ponía en devolverles a su vida, a los campos floridos, a los trigales verdes, al cielo de primavera que latía con fuerza vistiendo el paisaje con su hermoso estallido floral. Para mí, mi hermano era un ejemplo, un héroe de pantalón corto y corazón grande que convertía su habitación en un hospital de andar por casa donde los pajarillos recobraban las fuerzas comiendo de su mano, ejercitando esas pequeñas alas que ya soñaban con volar y ensayando sus trinos, que cada vez eran más claros. Se preparaban para el sueño que presentían cerca: volar, volar. Volar libres en el amplio cielo que les esperaba.

Esas entrañables estampas de niñez alrededor de los pájaros dejaron su impronta en mi corazón sensible, que ya apuntaba maneras. Ver volar a un pájaro era para mí algo grandioso, una de las cosas más hermosas de la vida. Más de una vez, siguiendo el vuelo de una cigüeña, una golondrina o un gavilán, pensé en lo maravilloso que sería poder elevarse como ellos por encima de todo, por las sierras, por los valles, por el mar, y poder contemplar desde arriba la belleza grandiosa del mundo; abandonarse al vaivén de la brisa, planear en cielos inmensos y sentir lo infinitamente pequeños que somos los humanos. Ayer leí un precioso artículo de Joaquín Araújo sobre estos “nómadas del viento”, donde citaba unos versos de Emily Dickinson: “Si pudiera... / ayudar a algún desvalido petirrojo / a regresar de nuevo a su nido / no habría vivido en vano”. Tan hermoso poema me hizo volver a aquel tiempo de mirlos y gorriones que daban saltitos en la ha­bi­tación de mi hermano entre tebeos, catecismos, lápices de colores y canicas, sa­biendo que estaban a salvo con él. Que volverían a su vida de siempre, a dibujar con su vuelo ágil arabescos de libertad en el firmamento. A llenar las primaveras con la música de sus trinos alegres, sinfonía inacabada de la naturaleza.

“Si pudiera ayudar a algún desvalido petirrojo...”. Comparto el sentir de la poeta Dickinson. Una vez, paseando con amigos por Úbeda, después de admirar su monumental belleza y saborear sus sabrosísimos “andrajos”, en medio de una calle me encontré un vencejo que se movía con trabajo intentando desesperadamente levantar el vuelo. Me acerqué y lo cogí con cuidado mientras mis amigos miraban expectantes la escena. El pequeño vencejo se aferraba con fuerza a mi mano y me picoteaba los dedos con miedo; todavía no sabía que mi intención no era otra que salvarle la vida. Recuerdo que buscamos un lugar alto desde donde poderlo soltar y lo lancé hacia arriba, y aquel animalillo asustado salió volando elevándose en el aire y dejando una estela negra que se fue perdiendo en el horizonte. Qué hermoso espectáculo. Qué gratificante verlo volar, admirar la destreza de esas alas libres a merced del viento. Sentí que sólo por eso valía la pena vivir.

Me fascinan los pájaros. Aquel héroe de pantalón corto me contagió su entusiasmo, su devoción por ellos; tanto los frecuentó, que él mismo acabó volando alto, con esas alas de acero que cruzan los cielos del mundo. Yo también aprendí a volar, a ras del suelo, con mis soñadoras alas imaginarias. Ellas me llevaban -aún me llevan– de acá para allá como las gaviotas, como las oscuras golondrinas, como los vencejos recién llegados que veo cada día dibujando su vuelo en el cielo enmarcado de mi ventana. Yo los miro, sigo con envidia su grácil aleteo. Y mis ojos, que se van tras ellos, son también nómadas del viento.