Rock jondo en el Cerro
Subíamos al Cerro de San Cristóbal cuando la tarde caía, cuando las primeras luces de la ciudad que duerme a sus pies empezaban sus guiños cómplices, en un hermoso y callado diálogo con las estrellas. Subíamos andando, saboreando el espléndido paisaje de Vélez-Málaga rendido a la calidez de un anochecer de verano. En el auditorio, delante del Mirador del Mar, donde dos gaviotas y una luna quieta enmarcan en acero corten un trocito del paisaje veleño, todo estaba listo para el espectáculo de flamenco que íbamos a presenciar. En el escenario, tres sillas rojas de anea, micrófonos, cajas, altavoces, y el omnipresente recuerdo a Juan Breva latiendo en las cuerdas de una guitarra. Llegaron los músicos de la cantaora invitada, un guitarrista y dos palmeros que tocan la caja y también cantan. Después apareció ella, Rosario La Tremendita, que bajaba entre el público cantando y luciendo su sorprendente estética. Vestida con un mono informal, con media cabeza rapada, un piercing en el labio, unos botines blancos y su bajo en bandolera, llegó al escenario dejando a más de uno con la boca abierta. Una apariencia nada convencional, muy lejos de los flamencos vestidos de lunares y volantes que suelen llevar las cantaoras.
Pues, así, moviendo orgullosa su media melena rizada, punteando su bajo, su voz potente empezó a romper el aire con fuerza, con garra, con sentimiento. Tangos, bulerías, soleá, cañas, alegrías... Rosario La Tremendita, inconformista por naturaleza, “tan de la Niña de los Peines como de Jimmy Hendrix”, sacó de sus adentros los volantes y lunares más flamencos, y, por obra y gracia de su santa voluntad, los convirtió en una especie de rock jondo, que calaba, transmitía y emocionaba. Sin peinetas, sin flores en el pelo, sin bata de cola, el duende estaba allí. Punteando el bajo o su guitarra, cantando, tocando la caja a compás, haciendo del flamenco una expresión hermosa y libre. Lo dijo al empezar su actuación: su aspecto significaba, por un lado, el flamenco que ha llenado siempre su vida; por otro lado, la libertad para vivir y hacer su música a su manera.
Hija de José El Tremendo, trianera con orígenes veleños, La Tremendita creció entre quejíos y sones flamencos, viviendo siempre a compás. A su compás. Me contaron hace poco que actuó en la Cumbre Flamenca de Murcia, donde su fuerza y su estilo rompedor causaron un gran impacto. La prensa escribió sobre el ‘rock jondo’ de La Tremendita. “Se le nota que ha roto amarras, que hace su trabajo con una libertad total”. “Viene del flamenco irracional, pero, inconformista y rebelde, experi- menta con el arte de lo jondo”.
Pudimos comprobarlo en la noche veleña del Cerro. Palo a palo, con su voz, curiosamente en armonía con su imagen transgresora, la singular cantaora se metía al público en el bolsillo. En el bolsillo de ese mono informal, a juego con el punteo de su bajo, que para nada restaba arte al mensaje flamenco que nos llegaba. Tan libre, tan limpio, tan rotundo... Tan bien cantado. “Pregúntale al platero, que cuánto vale, ponerle a unos zarcillos tus iniciales”. La cantaora se sentaba, se levantaba, tocaba el bajo, tocaba la caja... Se paseaba por el escenario con su guitarra y su media melena al viento, aireando alegrías, tangos, bulerías. Con su estampa de rockera flamenca, no apta para puristas, rompiendo moldes vestía de modernidad sus raíces de siempre, sin perder la esencia del cante jondo.
Bajamos del Cerro con la sensación placentera de haber visto algo diferente y hermoso. En el escenario, la luna seguía quieta en el acero del mirador. Pero la otra, la que cuelga de un etéreo hilo celeste, brillaba columpiando su luz plateada , iluminando el sueño del Vélez dormido. Oír música, cualquier música, en el auditorio del Cerro, es un lujo a nuestro alcance. Sobre nosotros, la luna lunera brillaba con quejíos flamencos, y en el aire, los ecos de la cantaora bailaban cantando una zambra. “Tu eres mis cinco sentíos, la cruz de mi calvario, y en mi pecho yo te llevo, lo mismo que un relicario”.