Una plaza con alma

Columna de Margarita García-Galán

Me encontré con ella una tarde de junio de hace ya mucho tiempo. Mis ojos, ávidos de paisajes nuevos, tristes por lo que dejaban atrás, se fijaron en aquella animada placita de pueblo que me daba la bienvenida con su veraniego y cálido abrazo de atardecer. Un quiosco, unos árboles frondosos, unos bares típicos, una perfumería... Cansada de un viaje largo, que me alejaba de paisajes y afectos que amé, encontrarme con la sencilla placidez de un lugar tan lleno de vida me hizo sentir bien.

La Plaza de las Carmelitas se me hizo cercana desde el primer momento. Era el lugar obligado para empezar el paseo, el centro neurálgico de cualquier reunión de amigos, el corazón del ir y venir de los veleños. Me recuerdo entre amigos saboreando en el bar Toto aquella jibia buenísima a la que llamaban ‘goma de borrar’; me recuerdo comprando colonias a granel en Los Madrileños, tienda em­­­­blemática que perfumaba la esquina de la plaza con aromas de Pravia y lavanda. A la sombra de sus viejos árboles empecé a hacer amigos, chicos y chicas alegres que me acercaron a lo veleño y me hicieron fácil adaptarme a la nueva vida. La Plaza de las Carmelitas me veía pasar a diario con mi ilusión a cuestas y mi bolsito marrón, como Penélope, y esas entrañables amigas primeras que hablaban con la zeta y lucían jazmines en el pelo. La sombra de aquellos árboles cobijaba ilusiones y sueños de futuro, y entre sus ramas se quedaron para siempre un piropo, un abrazo y un suspiro. La adolescencia pasaba vestida de rosa por la acogedora plaza. Tan paseada, tan animada, tan vivida..., la Plaza de las Carmelitas era una plaza con alma.

El tiempo pasó, el pueblo creció y su aspecto cambió. Como todo. Como todos. Desapareció la perfumería y los aromas de Pravia y lavanda se perdieron en el aire. El viejo edificio se remozó y se convirtió en el  vistoso Ayuntamiento que preside el céntrico espacio con sus puertas abiertas y esos versátiles balcones que se asoman a la vida veleña. Desapareció el tipismo de los bares de siempre y otros nuevos suplieron su ausencia, ambientando con su lúdico ajetreo las soleadas mañanas y las tranquilas tardes. Banquitos de madera salpican la plaza invitando a la charla,  al dis­­­­traído descanso de vecinos y paseantes. Los árboles viejos dejaron su espacio a los ornamentales magnolios de flores grandes que prestan su sombra y embellecen la plaza. La vida veleña se mueve alrededor de esos árboles, de esos bancos compartidos, de esas cafeterías que sacan sus mesas a la calle invitando al distendido encuentro de familias y amigos. El paso del tiempo se llevó algunas cosas y cambió su estampa, pero la Plaza de las Carmelitas sigue teniendo alma.

Ahora, que va a ser remodelada de nuevo para hacerla peatonal, miro el proyecto de cómo será después y me permito el beneficio de la duda. Es un acierto innegable ganar espacios libres de tráfico para el ciudadano; lo vimos en Málaga, y más recientemente en Torre del Mar. Pero que sea peatonal no tendría por qué restarle calidez. La nueva imagen de la plaza se me antoja fría. Diáfana, moderna, ordenada..., pero fría. ¿Dón­de está el verde espeso de los hermosos magnolios? ¿Dón­de su acogedora sombra? ¿Dónde el atractivo quiosco de siempre?

Porque ella me abrió los brazos una tarde de junio; porque su estampa alegre me rescató de una párvula melancolía; porque en ella duermen recuerdos imborrables y el perfume de adolescencia que se quedó en el aire... Por el piropo, el abrazo y el suspiro, y porque sigo disfrutando de su singular encanto, no me gustaría que la Plaza de las Carmelitas perdiera su sello y fuera ‘otra plaza’. Me entristece que se pierdan las primaveras de esos magnolios tan vivos, hermosamente enraizados al paisaje. Que desaparezca la ‘vidilla’ de su alrededor. Que se borre su color alegre y su sabor añejo. Que se apague la luz del ambiente. Que se enfríe el calor de la gente... Que sea una plaza sin alma.