El futuro de la música

Estas líneas que se revelan con vocación de crónica, no son más que lo que el oído escucha y lo que los ojos ven. 

Después, en la caverna del cerebro, donde (todos lo sabemos) circula una cierta carga eléctrica como Pedro por su casa, se generan conclusiones que pueden ser tan benignas como el calor del sol o escocer como rozaduras de ortiga.

Escribir sobre el futuro de la música podría llegar a parecerse a introducir un mensaje con petición de auxilio en una botella y ponerla a navegar en el estanque con patos más cercano. Sin duda debería penarse este atropello a los pacíficos palmípedos. Sea como fuere, hay que alzar la voz antes de que sea demasiado tarde (si no lo es ya).

Desde hace ya algún tiempo, lo que ha venido en llamarse música urbana, lo percibo como un síndrome de ansiedad por estar en el futuro, huida hacia adelante;  que es como el horizonte, que jamás se alcanza. En esto la tecnología está ayudando como si no hubiera un mañana. Y es que el mañana ya empieza a ser ayer. Se tiende a un futuro ávido de nuevas percepciones habiendo un pasado con sendas por explorar; ‘lugares’ que aún no han sido pisados por el ser humano (como suele decirse).

Y en el corazón de este enjambre no hay una abeja reina sino un dispositivo digital al que llaman ‘autotune’ que, según nos dicen sus admiradores, va más allá del denostado tópico de la ‘voz robótica’, porque abre infinitas posibilidades de invención sonora sin precedentes: Las perfecciona; corrige sus errores y las hacen parecer recién salidas del estuche vocal. Les invito a escuchar música precolombina, como la que reinterpreta Gustavo Santaolalla, por poner un misterioso ejemplo.

Se habla del futuro de la música co­mo si estuviera sometida al tiempo, co­mo lo estamos los seres vivos, con fe­cha de caducidad; como si la música de­pendiera del reloj o el calendario; o el paso de las estaciones; o nuestro tiempo cósmico de miles de millones de años alrededor del sol; de cualquier sol.

De las cálidas armonías aflautadas del antiguo oriente al estruendo acompasado que ahora se nos impone en Occidente (con trance químico añadido), hay un firmamento de músicas posibles derramadas, en donde elegir la más idónea para cualquier sensibilidad; donde elegir libremente.

Lo que ahora abunda es voz de un Cyrano digital que eleva la seducción y el triunfo a la Roxanne de turno en su balcón rodeado de hiedra. Voz desnaturalizada y rebozada de partículas de un metal que no es de este planeta. No es voz de disciplina de años acercándose a la perfección sonora. Tampoco es voz de mujer que recoge su casa (siempre es mujer), entre zambras o fandangos que nunca figuran en listas de éxitos; arte que nadie compra ni divulga.

Y no es que me oponga a lo que la ciencia pone en nuestras manos que, para experimentar, hasta sirve un palo de fregona. El problema es que algunos no cejen en el empeño de querer vendernos tecnología revestida como lo último en arte. 

Les Luthiers demostraron que es posible inventar instrumentos en casa para crear sonidos nuevos e informales, con texturas amables; y sin que aumente la factura de la luz.