El sueño de Dalí

Artículo de Ramón Pérez

Un Salvador Dalí en el lecho de muerte rememora los acontecimientos que marcaron su vida: desde la rivalidad con su padre, hasta la fama mundial como artista, pasando por su encuentro con Lorca y Buñuel o la expulsión del grupo surrealista de André Breton. Obsesionado desde pequeño con pasar a la historia, el genio de Figueras quizás sea el ejemplo por antonomasia de artista fundido con su creación.

La obra está incluida dentro de la colección biografías de Norma editorial, y narra, en una descarnada primera persona, una confesión que es al tiempo lectura y crítica, manifiesto y legado.

Carlos Hernández, el también artista de La huella de Lorca, nos ofrece en El sueño de Dalí un afinado retrato del gran pintor surrealista, en el que trasciende los trazos más gruesos y conocidos de su excéntrica personalidad para configurar una cartografía precisa de sus pulsiones, inquietudes, pasiones y fobias. Una existencia guiada por el deseo de perdurar más allá de la muerte y marcada a fuego por su eterna musa, Gala.

De manera valiente, el autor se atreve a dar voz al mismísimo Salvador Dalí partiendo del momento previó a su óbito, lo que da pie a una narración no lineal en la que el argumento juega con los flashbacks y las elipsis. Este recurso permite un gran dinamismo narrativo que nos traslada a diversas épocas y momentos claves en la vida del protagonista, desde sus orígenes, pasando por sus primeros escarceos con la pintura y los conflictos con su mundo, hasta su encumbramiento en vida.

Con una plástica visual de planos espaciados y líneas claras, Hernández no cae en el error de intentar remendar las creaciones artísticas del maestro del surrealismo, esbozando paisajes, detalles y escenas que remiten directamente a la mente del lector y las obras que le son referentes, bajo conceptos tales como la vida, el continuo devenir del tiempo, la reencarnación, la inmortalidad y, por supuesto, la muerte.

El sueño de Dalí no es un tratado al uso, su enfoque y aportación van más allá de la mera crónica o acumulación de datos. Así, se transforma en un panegírico para indagar en la psicología y motivaciones del hombre que se atrevió a declarar: “El surrealismo soy yo”.

La composición de las páginas es totalmente libre, sin encorsetarse en ningún tipo de estructura al uso y casi parece buscar sorprender con cada nueva planificación de página. Estas pasan de mostrar viñetas cerradas, al más estilo de álbum europeo, a splashpages de regusto yanqui, sin recato ni complejo. Pero es en los diálogos, de presencia casi minimalista, donde Hernández nos acerca al Dalí más mundano y cercano, más realista dentro de lo inverosímil de la historia de un muchacho de Figueras capaz de asombrar al mundo con su creación. Así, con conversaciones casi esbozadas, tomaremos contacto con Luis Buñuel, con Federico García Lorca, con Gala Éluard, con Thomas Banchoff, personajes de carne y hueso que comparten decorados tan distantes y distintos como el París de la postguerra mundial, el Nueva York de la década de los años setenta, las carreteras del levante español, o una estación de Perpignan que se transforma en el centro del universo.