Aficionados

Columna de Salvador Gutiérrez

Tienen el color sepia de lo antiguo, la extraña nobleza de lo que ha perdurado en el tiempo, el tenue orgullo de lo que ha sobrevivido. Son los antiguos programas de feria, los folletos y octavillas de los espectáculos, cines y teatros de antaño. Los solemos ver últimamente, como humildes objetos rescatados de un naufragio, por las redes sociales. Nos enseñan tiempo. Nos enseñan costumbres. Nos enseñan lo que fuimos.

En esos prospectos he podido darme cuenta de un detalle: en los distintos espectáculos que se ofrecían en Vélez-Málaga había siempre una clasificación y una diferencia entre artistas consagrados y artistas aficionados. Ya fuera una obra de teatro, un espectáculo de variedades, de copla o de cante flamenco, se distinguía entre los profesionales, aquellos artistas que se ganaban la vida con el oficio de cantaor o actor y aquellos otros que, sin embargo, no habían despuntado ni habían logrado salir del terruño con sus cualidades artísticas. La distinción entre artistas profesionales y aficionados, que solían actuar el mismo día, en el mismo espectáculo y pisando las mismas tablas del teatro no suponía ningún problema ni ninguna merma en el pundonor de los llamados aficionados, que solían aprovechar la oportunidad con entusiasmo y con verdadero amor por el arte.

Pienso que no estaba mal aquella clasificación por rangos artísticos. Por una parte, se distinguía al profesional con un honor que se merecía y, a la vez, se tenía una deferencia informativa con el público, que en todo momento iba a saber que en el espectáculo en cuestión no le iban a dar gato por liebre. Al mismo tiempo, al aficionado se le aplicaba una necesaria cura de humildad y se le llamaba por su nombre -no hay nada más sano en este mundo que llamar a las cosas por su nombre, un ejercicio que casi nunca se practica-.

Impensable sería hoy tal distinción. En aquellos tiempos parece que las personas -incluso las de talantes y talentos artísticos- eran más humildes y recatadas de lo que lo somos los actuales artistas aficionados. Hoy en día, los que hemos escrito cuatro poemas, han pintado cuatro cuadros o han cantado cuatro canciones en un escenario nos creemos por encima del bien y del mal y creemos que hemos llegado a la cumbre del arte universal. Hoy en día, en Vélez-Málaga, ya no quedan aficionados. Es cierto que el mundo del flamenco sigue conservando tímidamente tal clasificación, pero en el resto de las disciplinas artísticas el marchamo de profesionalidad ha venido para quedarse. Hoy, los  que escribimos, pintamos, tocamos o cantamos nos creemos verdaderos profesionales del asunto. Si cosas como la prudencia y la humildad debieran ser platos habituales en nuestros menús, más necesarias se hacen en un mundo tan subjetivo como el del arte. La categoría de aficionado le da una pátina de humildad al artista de pueblo y hace que no nos creamos lo que no somos. 

El tiempo, la preparación, el estudio, la técnica, la constancia, la coherencia, el afán por crear una obra total, y por supuesto, el talento, y claro está, la suerte, determinan el reconocimiento y el éxito de un artista. Pero mientras eso llega sintámonos, la mayoría, aficionados.

En fin, abstengámonos de llamarnos profesionales aquellos que no pagamos mensualmente el autónomo  de pintora o de  escritor y los que no les damos de comer a nuestros hijos con el precio de lo que creamos.