Chiquito: la tristeza y la dignidad
Columna de Salvador Gutiérrez
Existe en el flamenco lo que se denominan cantes de atrás. Es decir, el cante que, desde una segunda fila, se ejecuta para adornar y acompañar el baile del artista protagonista. Chiquito de la Calzada fue durante más de cincuenta años un cantaor de atrás, uno de esos segundos espadas que, con más voluntad y afición que acierto y talento, se ganan la vida y pierden la voz sobre un viejo tablao, sin más gloria que la del diario jornal. Chiquito fue un secundario, un suplente, un peón, una abeja obrera, un ciclista gregario. El cantaor de atrás ha muerto hace unos días. E intuyo que nos ha dejado una persona con cierta carga de tristeza y melancolía en el alma. Porque quizá la tristeza sea la piel de aquellos que nunca llegan a despuntar ni a obtener reconocimiento en el oficio que eligieron, arrastrados por el torrente de su vocación. Chiquito, en el oficio que más amaba, en aquello que mordía con pasión, el cante flamenco, no llegó a tener verdadero éxito, si entendemos por este el reconocimiento de crítica y público.
Siempre me ha parecido paradójico que se pueda ser, con el consentimiento y la aceptación social, un mediocre abogado, profesor o ingeniero. Sin embargo, el mundo será despiadado con el poeta mediocre, con la mediocre actriz o con el mediocre cantante de orquesta de pueblo. Socialmente, la vocación artística solo obtiene sentido si va acompañada de éxito. A Chiquito, su vocación de cantaor solo le sirvió para subsistir a duras penas. Con el malagueño, los astros se alinearon y una especie de justicia poética lo embadurnó de éxito, fama y dinero. Pero esa justicia, estrábica, desvió el tiro y acabó dándole honores en su faceta de originalísimo humorista. Los chistes pusieron al cantaor de atrás en la primera fila. El flamenco segundón se convirtió en el primer cómico del país. Pero estoy convencido de que Chiquito hubiera dado parte de la fama, del dinero y del reconocimiento social que tuvo como humorista, por haber tenido un ángel en la garganta, por haberse parecido, mínimamente, a Marchena, a Valderrama, a Mairena o a Chacón. Estoy convencido de que hubiera cambiado la revolución mediática y social que provocó durante años, por tener duende y pellizco y por salirse, en los escenarios, cantando por fandangos o seguiriyas.
En todo caso, esa supuesta tristeza de Chiquito, por triunfar en el terreno equivocado, siempre estuvo acompañada de una aristotélica dignidad. Quizá triste y melancólico, pero siempre elegante y digno, tanto antes como después, en las duras y en las maduras, atrás y delante, en el flamenco y en el humor.
Chiquito fue una persona digna: como genial humorista, con reconocimiento y fama internacional, pero también como cantaor flamenco de segunda fila, sin éxito y sin dinero -posiblemente ninguneado y menospreciado por muchos-.
Quizá, en esta vida, todo se reduzca a eso: a cumplir con dignidad, responsabilidad y entrega cada misión que aquella nos pone ante los ojos, sin pensar si somos cantaores de atrás o de delante.
No obstante, sea como fuere, no podemos negar que al digno y elegante Chiquito la vida le contó algún que otro chiste malo.