Fútbol y...
Ay, el fútbol, ese microcosmos de la vida, ese termómetro de las pasiones y de las conductas humanas. Todo el universo se concentra en un estadio de fútbol.
Todo puede ser explicado a través del deporte rey (quizá ya mismo lo llamen el deporte republicano).
Ay, el fútbol: el opio del pueblo…
El fútbol es el gran delirio colectivo. La razón está fuera de todos los campos del mundo. El fútbol es el lugar de las pasiones, el lugar donde lo blanco es negro y viceversa y donde un penalti clarísimo, por mor de ese incontrolable delirio, no llega a ser ni siquiera una falta.
En el siglo del laicismo, la fe ha llegado a los terrenos de juego. La fe mueve montañas y campos de fútbol.
Los hinchas de un equipo de fútbol no quieren buenos goles, ni buen juego, ni comportamientos éticos en el césped, ni fuera de él: quieren la victoria.
Aunque hay algo más importante que la victoria: el deseo y el afán de pertenencia a algo. A un club, a un equipo, a unos colores, eso está por encima de cualquier circunstancia. Ser. Pertenecer. Esa es la consigna y ese es el motor que mueve a los forofos
Pertenecer a algo nos exonera de cualquier espíritu crítico contra lo nuestro. Lo nuestro no se toca. Lo nuestro no se critica. Lo nuestro, haga lo que haga, se comporte como se comporte, es parte de nosotros, y por tanto libre de todo pecado y culpa. El equipo es la familia y a ella no se le discute. Al mejor estilo de la mafia, la familia jamás hará nada malo. Y si lo hace tendrá todas nuestras justificaciones.
En el equipo encontramos calor, inspiración, protección, ideas, y motivos para luchar y para vivir.
En el fútbol el fin siempre justificará los medios. Si el entrenador miente, si miente a los jugadores, si miente a la afición, pero lo hace por el bien del equipo y de aquélla, habrá que exonerarlo de cualquier culpa. En el fútbol, la mentira no pasa factura.
Ahora, sustituyan en toda esta columna, la palabra fútbol por política y por partidos políticos. Las conclusiones serán las mismas.
Cuando la política y sus partidos se convierten en la familia, en lo nuestro, en nuestro delirio, en nuestra fe y en nuestra religión, la bondad, la ética, la empatía, la razón y el espíritu crítico desaparecen del terreno de juego.
Ser de, incorporarse como hijo a un partido (etimológicamente afiliarse significa eso), convertirse a la fe de una ideología, está por encima de todo. Hasta de la verdad. Mi casa, mi familia, mi cofradía, mi equipo, mi partido jamás se equivocan.