Las uvas de la ira

Columna de Salvador Gutiérrez

Entro en 2018 más tranquilo, más consolado, más hermanado y en paz con el género humano: Anne Igartiburu y Ramón García han ganado la batalla de las uvas en televisión. Las campanadas de final de año se han convertido en un verdadero fenómeno televisivo y las cadenas compiten, compulsivamente, por ver quién se lleva más cuota de pantalla. Las distintas televisiones nacionales y autonómicas se estrujan la mente y el bolsillo para arrastrar a la mayoría de los televidentes. Ya no saben qué hacer -y cuánto gastar-  para ofrecer unas uvas originales e impactantes, para fichar a los presentadores más variopintos y llamativos, para encandilar y seducir a los espectadores con los reclamos que más invocan a nuestros básicos -y bajos- instintos y pasiones.

Pero en esta entrada de año, el televidente medio español ha optado -pulsando con libertad el sacrosanto mando- por lo clásico. Para entrar con buen pie en el 2018, para tomar las doce uvas de la suerte, el espectador español ha preferido la veteranía, la experiencia y la normalidad de la Igartiburu y el García. Dos presentadores mesurados, sin estridencias, sin reclamos carnales ni de vestuario. Dos presentadores que no están por encima ni de las uvas ni de las campanadas ni de  los espectadores.

Me enorgullece que esta sociedad de las redes, del galimatías mediático, del postureo, del merdelloneo, del insulto fácil, de la pelea continua, de la ira, de la mujer como objeto sexual y mercancía de consumo, del ruido insoportable, de la catetez, la ordinariez y la incultura se haya inclinado, en mayoría, por abandonar el Año Viejo de la mano de dos profesionales que tratan al espectador con el respeto y la dignidad que se merece.

Frente a la jauría humana de la tropa del Sálvame de Telecinco, con olor a azufre incorporado, los buenos modales de Anne y Ramón. Frente a la ñoña Pedroche -muy a gusto en su papel de objeto carnal y con 60.000 euros más en la cartilla- y el histriónico Chicote, la elegancia de un vestido rojo de noche y una tradicional capa española de Ramonchu. (Sí, tradicional, ¿por qué huimos, despavoridos, del concepto tradicional?) Frente al encefalograma plano de Canal Sur, frente a su catetez congénita y su afianzada idea de que los andaluces somos tontos, el trato sensato, sereno, y de coeficiente intelectual medio de los dos presentadores vascos.

Ante una sociedad que se obstina en desmitificar y desritualizar, hay que abogar por la sanidad del mito y del rito. Y si es posible, hay que luchar por ritos y mitos de calidad.
Los españoles demostraron el pasado 31 de diciembre que prefieren los ritos con cierta clase y elegancia, a los ritos de cloaca y bajos fondos. Todo no está perdido.

En este principio de año, en todos los órdenes de la vida, reivindico lo clásico. Al menos, mientras las supuestas alternativas sean tan ordinarias, incultas y soeces y rebajen al ser humano en su categoría y dignidad.

Feliz 2018. Y viva la capa española.