Rocío Molina

Columna de Salvador Gutiérrez

Sobre gustos no hay nada escrito. Pero, si tuviéramos que decir quién es el artista veleño más importante en la actualidad, habría que nombrar, necesariamente, a Rocío Molina. Por razones objetivas: porque tiene el reconocimiento de las élites culturales nacionales e internacionales, es decir, porque los más importantes organismos e instituciones culturales, los medios de comunicación más seguidos, el público más experto y la crítica especializada de España y del extranjero, la apoyan, premian, respaldan y  reconocen. Así es la cosa, le pese a quien le pese: en estos momentos -atendiendo a esos parámetros más o menos objetivos-, en nuestro municipio, no hay artista  más importante que Rocío Molina. Y, sin embargo, si preguntáramos por las calles de Vélez o Torre del Mar, pocos acertarían su nombre y su trayectoria. Rocío Molina es una gran desconocida en su pueblo, no ya sólo por el gran público, sino por las personas más activamente vinculadas a la cultura. Y, sobre todo,  desconocida por esa masa de despistados e incultos llamada clase política. (En este punto, no obstante, debo romper una lanza en favor de Francisco Delgado Bonilla, quien impulsó la concesión del Escudo de Oro de la ciudad a la bailaora en 2011; un impulso fruto de la intensa vocación de aquél -siempre libre de prejuicios de toda índole-  por el arte y la cultura).

Muy poco presume y se enorgullece esta ciudad de contar entre sus hijos con un Premio Nacional de Danza, con una mujer que está revolucionando el baile flamenco en los escenarios más importantes del mundo. Aquí, mientras, nos entretenemos arropando y encumbrando a flores de un día, a pequeños profetas que nunca tendrán la más mínima repercusión fuera del terruño. Y todo porque el arte de Rocío Molina no se entiende en un pueblo anclado a años luz de la modernidad en sus gustos artísticos. El arte de Rocío es transgresor, impactante, vanguardista, moderno; arte contemporáneo en estado puro. Y eso, aquí, en el pueblo del barroco cofrade, suena a rareza y a lenguaje ininteligible. Este es un pueblo al que aún no ha llegado el gusto por el sabor amargo y extraño del arte contemporáneo. Este es un pueblo que rechaza e ignora lo que no entiende. Vélez-Málaga no está preparada, todavía, para aceptar y gozar con el arte contemporáneo de calidad. Ni tampoco lo están sus instituciones culturales, un poco apáticas, desaparecidas en combate y sin demasiadas ganas de fomentar el estudio y la comprensión del arte contemporáneo y actual entre los ciudadanos. 

Vélez-Málaga y sus instituciones están en deuda con la artista. La concesión del merecido Escudo de Oro de la ciudad debería haber sido el pistoletazo de salida para el reconocimiento global de la bailaora. Pero esto, lamentablemente, no ha sido así. Rocío Molina y lo que representa siguen estando en dique seco; sus semillas vanguardistas han ido a caer en una tierra yerma, en la que la producción, la difusión y la exposición del arte contemporáneo duermen el sueño de los justos. 

Desde esta columna quiero recordar a mi amigo Claudio López, quien, con su fino olfato para detectar el talento, fue una de las primeras personas que, desde las ondas de la televisión, apostó por una niña que prometía en el baile flamenco. Años más tarde, un servidor (disculpen la autorreferencia) también tuvo el honor de nombrarla Madrina de Honor de la televisión que la vio nacer artísticamente.

En todo caso, Rocío Molina sigue triunfando en el mundo entero sin necesidad de que en su tierra la conozcan y la reconozcan. Su arte es universal. Y Vélez, al fin y al cabo, no deja de ser un minúsculo punto en el mapa del mundo.