La albahaca de San Bartolomé

Subíamos la cuesta, tan­tas veces recor­da­da, que nos llevaba al co­razón del pequeño pue­blo del Valle del Tié­­tar que celebra, co­mo muchos otros, sus fiestas en agosto. San Bartolomé es su ve­ne­ra­do patrón, al que los casavejanos llaman ca­­­­riñosamente San Bartolo. 

Casavieja nos recibía con el aire seco de sierra preñado de aromas de pinos e higueras, una tórrida mañana de agosto en la que el pueblo acompañaba al santo en procesión. Aparcamos el coche y paseamos por las animadas calles entre  gente sencilla, vecinos y veraneantes que vestían sus mejores galas para acompañar al santo; todos llevaban en la mano un ramito de albahaca para echársela a su paso. El aire de sierra, henchido de aromas de campo, se perfumaba además con la albahaca fresca que esperaba posarse a los pies de la imagen. 

Alrededor de la preciosa iglesia de piedra de San Juan Bautista, los vecinos esperaban la salida de aquel após­tol que fue torturado, que lleva en su mano derecha un cu­chillo, símbolo de su martirio, y en la izquierda una pluma, alegoría de los textos sagrados que escribió. A los sones de la música de la banda municipal, San Bar­tolomé recorría las empinadas calles y la plaza que lleva su nombre.

Entre la música popular y el entusiasmo de los vecinos, pasaba arropado por el calor humano y abrazado por la albahaca que lo iba cubriendo casi por completo. Nos perdimos entre la gente disfrutando de una tradición popular encantadoramente sencilla, con sabor a infancia y a pueblo, y disfrutamos viendo de nuevo los viejos balcones de madera que  siguen alber­gando vidas, y esas casas de piedra con parras a la entrada que asoman sus uvas a la calle. La música so­nando, los vecinos con abanicos charlando ani­madamente detrás del santo; la reina de las fiestas, el míster, las mantillas, las autoridades, el amable señor que repartía pastas típicas y un vinito a la entrada de la iglesia, y los ramitos de albahaca que perfumaban el aire. Qué estampa tan entrañable; qué delicioso sabor a pueblo, a tradiciones que se mantienen vivas en el tiempo.

Decía García Márquez  que la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la re­cuerda para contarla. Yo recuerdo la vida de esas calles donde jugué de pequeña; en la plaza de San Bartolomé estaba mi casa y, cerca, una escalerita de piedra que subía a otra casa que frecuenté. La imagen más lejana que guarda mi memoria es verme sentada en esa escalera jugando con la hija de mi vecina Sabina; blanca de cal, la escalera de ayer luce ahora una estética distinta, pero las piedras grises de rancio sabor a historia siguen debajo, sujetando vivencias, cobijando momentos que fueron y ya no son; aún puedo oír las infantiles risas, las párvulas emociones que subían y bajaban por esa escalera. Con un ramito de albahaca en la mano, respiré el perfume del viejo aire que ventila mis recuerdos, la vida que viví, cómo la viví y cómo la evoco ahora para contarla.

Me gustan las fiestas de los pueblos, sus tradiciones, el colorido, los aromas, la música, el sabor..., la sencillez con que la viven sus vecinos y la calidez con que acogen a los visitantes . Casavieja es un pueblecito que conserva intactas sus costumbres. En San Bartolomé, charangas, limonadas, rondas al patrón, procesión, chupinazos, bailes en la plaza... Mi hermana bailaba en esa plaza; al son de una gaitilla y un tambor, que era la música autóctona, la veía reír entre sus amigos con esa risa limpia y contagiosa que era su enseña. La vida que recuerdo está llena de esa risa maravillosa y del calor de esos brazos de hermana mayor que me esperaban siempre.

Con su pluma y su cuchillo, el santo, al que dicen que Jesús vio por primera vez debajo de una higuera, volvió a su iglesia, rodeado de devotos y de albahaca. Allí, quieto en su pedestal, seguirá presidiendo las misas, los actos en su honor, las luces y las sombres del pueblo. La vida que recuerdo está envuelta en esa pátina suave que regala el tiempo. Un baño dorado, con pinceladas de nostalgia, que la mantiene hermosamente viva en mi memoria.