Violeta

Lleva en su nombre la flor y el vino. Y en la flor, el color que representa a las mujeres creadoras. Alberga en el alma la poética rural del pueblo oprimido que simultanea el amor y la alegría, y el desahucio prematuro por haber nacido en tierras de generosa riqueza natural, nativa, otorgada; y eternamente saqueada.

Canta a la vida, al ser humano, al dolor, a la rabia, la que desnuda en sus versos, haciendo que convivan con la alegría sin que se olviden de la maldad que los ultraja, dando gracias a la vida por haber recibido tanto, que no a un dios que se ocupase de su ofendida humanidad. Y maldice el mun­do en todas sus dimensiones, en todas sus extensiones, hasta llegar a los planetas.

“Y arriba quemando el sol”.

Violeta Parra. Ma­dre espiritual de mús­icos y poetas del continente americano, los naturales del continente americano. Así lo afirman los componentes del grupo chileno Inti Illimani. No solo cantan sus canciones. Cuanto interpretan, lo hacen bajo el influjo de su poética y sus creaciones sonoras, que repartieron por Europa, donde les sorprendió el golpe en Chile de 1973 y se quedaron sin voz durante un tiempo, contaron después.

Qué puedo decir que no hayan di­cho tantas y tantas voces impregnadas de su vitalidad, de su obstinación por crear de manera incesante con esa pujanza que pocos entendían. Caminante de senderos de polvo viejo y empobrecido, y sin embargo su tierra; su gente; su propia miseria que no le impide cantarle al árbol, a los pájaros, a las nubes que pasan de largo y no dejan lágrimas aliviadoras. Canta a los mineros que arañan la roca; sus habitaciones, a las que se asoma y después canta:

“Cuando vide los mineros / dentro de su habitación / me dije mejor habita / en su concha el caracol / o a la sombra de las leyes / el refinado ladrón / y arriba quemando el sol”.

En sus andanzas por Europa le aconsejan ir a París. Sus compañeros, además de amigos, le dan la espalda, la dejan sola en un inmenso terminal de ferrocarril donde se rompe en el llanto. Pero fue recogida, hospedada y amada por personas custodias que el cosmos pone en el camino de los artistas de alma pura y atormentada. Exhibió sus coloristas arpilleras junto a sus canciones en un lateral de Louvre, sentada en sillita de paja, rasgando las cuerdas de su guitarrón.

Un periódico local re­lató lo ocurrido en la tarde del domingo 5 de febrero de 1967: “Un balazo en la sien de­recha apagó ayer para siempre la voz y el arte im­pe­re­ce­de­ros de Violeta Parra”.

Cruzó su puente haciendo uso de su voluntad. Ese puente que a todos nos asigna el cielo al nacer y que se destruye al ser cruzado, porque es puente en una sola dirección. Murió de tristeza La Violeta, de tristeza murió. Pero dejó en su tierra baldía arroyos de música y poesía, amor y desamor al unísono. Muchos, buscando la mar; todos, formando parte de las estrellas. Amor por la vida que tanto le dio. Desamor y dolor por tanto sufrimiento inmerecido y esparcido como semilla emponzoñada entre su pueblo...

Y en ella misma, como manifiesta en muchos de sus poemas. 

Seguirán sonando sus canciones...

“Y arriba quemando el sol”.