Recuerdo muy bien cuando era pequeño y, en mi casa y en el colegio, mis padres y mis maestros se afanaban en transmitirnos a los niños de mi época la importancia de no tirar papeles al suelo, de no maltratar las fachadas de los edificios, de respetar el mobiliario urbano, de no hacer, en definitiva, cosas que molestasen a los demás o que socavaran el patrimonio de todos: desde los bancos de los parques hasta los senderos que caminábamos, en una época donde la jungla del asfalto todavía no se había adueñado de nuestras vidas y los barrios de las ciudades tenían el campo más cerca.